viernes, 26 de julio de 2019

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández Armesto 91/92

Ayuntamiento de Casarrubios del Monte

Además de pagarle las sillas de la salita de estar; ella era zalamera, cierto es que con orgasmo incluido, algo que sus amigas casadas aún no conocían y que probablemente nunca llegarían a experimentar. Muchos años antes de la llegada a España de los hombres de negro, para que se hicieran cargo del control presupuestario y de la deuda soberana que llevaría a la asfixia del país; en Castilla La Mancha y Extremadura teníamos a las mujeres de negro; se caracterizaban por su pelo recogido en moños que semejaban espaldares de grandes lagartos; faldas largas que fueron sustituidas por pantalones de corte recto que ocultaran debidamente prominencias de nalgas y muslos y chaquetas saco que despistaran pechos, nunca contundentes. Todo ello sobre zapato plano, a veces de plataforma mínima, y siempre de color negro. La mayoría de mujeres, de esta guisa ataviadas, resultaban inexpresivas y carentes de brillo; que era, a fin de cuentas, lo que se trataba de conseguir, por parte de aquellos varones acomplejados, que, normalmente, tenían menos preparación que ellas, de superior inteligencia muy a menudo, y, por consiguiente, complejas de comprender y por ende de tratar. Nos acercábamos a los ‘90’ con un bagaje sexual más propio de conejos que de seres cultivados en el arte del amar. 

En los ‘90’ las más atrevidas optaron por los cardados, nunca por las melenas sueltas, y en cuanto a pantalones tejanos se buscaban cortes de hombre, rectilíneos, que no marcaran las formas femeninas, por lo que rechazaban los modelos ajustados que hacían furor en el resto de España. A nadie se le escapa que debajo de aquellas mortajas palpitaban reales hembras, de pechos enhiestos hasta la maternidad repetida, costados redondos y vellos púbicos, las más de las veces ensortijados, que cubrían vulvas de labios poderosos. 

Cuerpos que no eran tenidos en cuenta por el varón más allá del corto espacio de tiempo que conducía a la primera maternidad, ya que la sexualidad del macho castellano se refería más a la propiedad del territorio conquistado, que a la práctica gozosa del sexo conyugal, que huía de la reiteración de actos, debido al falso pudor de las hembras y al respeto mal entendido que creían merecer. No obstante, a pesar de constatar el desapego hacia el sexo de sus mujeres, era frecuente que los maridos ejercieran un control constante sobre las mismas; algo en su interior les decía que aquellos destellos fugaces que entreveían en los rostros de ellas, no muy a menudo, claro está, eran señales de aviso sobre capacidades amatorias ocultas que ellos no habían explorado. Era frecuente que la mujer, consciente de que la penetración sería rápida y nada vigorosa al no conceder tiempo el varón al aporte sanguíneo requerido por su sistema vascular, sin carga de energía, simplemente endurecido el miembro, que nunca a repletar, manifestara cierta fogosidad en sus movimientos de acople que terminaban, sin quererlo, en mayor premura del varón en su saciedad casi de inmediatez. Restaban hueras a pesar del llenado rápido a que se sometían, y sus cabalgadas frenéticas no servían de nada, al contrario. 

La fogosidad fallida de la hembra tenía consecuencias; de un lado molestaba al varón que solo aspiraba al vaciado lento de su fluido en el recipiente de su propiedad; aquellos movimientos desesperados de ella, por otra parte, podían ser indicio, pensaba para su aquél, nuestro castellano viejo, incluso el no tan viejo, de que su hembra podría aspirar a goces más propios de rameras o de simples criadas. Si recordamos, a modo de ejemplo, los escarceos aquellos en “Zagala” y otros establecimientos, y el desabotonar aquellas batas debajo de las cuales vibraba el sexo en plenitud, podemos llegar a la conclusión de que se trataba de ‘cualquieras’, diferentes del sexo doméstico, inexistente para la mujer en la mayoría de casos y hogares. 

La frustración era de tal magnitud que la mujer casada pasaba a la condición de asexuada en breve espacio de tiempo, y en la medida en que, de forma lógica y pausada, se hacía cargo de las riendas del común matrimonial, llegará al rechazo de la relación, manifestado en toda suerte de excusas para no rendir el débito conyugal; ya que recordaba bien, por su especial sensibilidad, los vaciados y descargas del compadre aquél, su esposo, en el preciado vaso de su esencia femenina, siempre de fondo seco, y a veces maltratado, incluso de suciedad. 

La ausencia de cultura, en cuya perseverancia se ocupaban los dirigentes socialistas, al ser ese uno de sus negociados, afectaba, es obvio, al desenvolvimiento sexual dentro y fuera de las parejas establecidas ya, o en ciernes de serlo; de igual forma que el mantenimiento de costumbres abyectas, en cuanto hacía referencia al sometimiento de la mujer al varón. 

Las leyes, primero la del divorcio, y más tarde la del aborto, progresistas las dos, no hicieron mella en la temible cerrazón de estas costumbres y normas de convivencia arcaicas, por las que se regía la sociedad castellana. La ley del divorcio de 1981 enfrentó a los políticos de UCD con la Iglesia Católica, que rechazaba de plano la ley, bien apoyada en el flanco derecho por los demócrata-cristianos, ello a pesar de que la ley trataba de frenar el sufrimiento de tantas parejas rotas, algo con lo que, en principio, la Iglesia debería estar de acuerdo; ocurría que la iglesia de Castilla en particular, junto a una parte de la jerarquía eclesiástica española, seguían estando de acuerdo con los postulados del sufrimiento y la resignación cristianos, como motor de salvación eterna. La Iglesia seguía prejuzgando intenciones y juzgando conductas, igual que antaño. Adolfo Suárez llegaría a dar lecciones de democracia a los malhadados del grupo felipista, que solo acertaban en el yerro, como se comprobó en muchas de sus leyes, con el paso de los años deslavazadas las más de ellas. El divorcio en España se le debe en puridad a las huestes, tan denostadas, de Adolfo Suárez. 

En aquel bienio 1980-1981 se negoció con aperturismo, sin cartas marcadas, tal como se había hecho en el trance constitucional; con consenso entre partidos políticos y asociaciones de mujeres; una parte de cuyas propuestas fueron incorporadas al texto de la Ley, promulgada en el verano de 1981. Los tribunales se llenaron de demandas de divorcio, también en Castilla La Mancha, aunque aquí sin darles una mínima publicidad; la separada, que pronto sería divorciada, entraba en el Juzgado provista de embozo y abandonaba apresurada el edificio, como si se tratara de acto delincuencial. 

De La Encomienda una de las que primero se puso a la cola, con la debida discreción y ropa de tonos oscuros, sin afeites o maquillaje, a cara limpia con rastros de acné juvenil y con el cabello recogido con cintas moradas, fue la hija maltratada de Tomasillo y Teofila, que no cabían en sí del gozo que experimentaban ante la próxima liberación de su hija tan querida, Soraya, alegre y satisfecha, aunque algo temerosa de su obligado paso por el Juzgado, sito en el pueblo cabeza de partido, al cual se desplazaba en taxi, casi siempre acompañada de su hermano, amigote de la otra parte. En ocasión que se vio obligada a viajar sola, cometió el error, al no encontrar taxista por el mal tiempo que sacudía a la zona, de aceptar el viaje de vuelta con el ex marido, ladino el cabrón y de malas artes que hicieron mella en la muchacha perturbada por aquellos protocolos judiciales que le resultaban ininteligibles. Su abogado no podía ayudarle al residir en la misma población. 

A mitad de camino el conductor simuló una avería y detuvo el coche en la linde de un vasto campo de cebada, ella rehusó salir del coche a fumar un cigarrillo como le ofrecía aquel patán malo y desconsiderado, la situación se recompuso ante la presencia de un tractor que enfilaba con el apero de arado ya dispuesto; Soraya que visualizaba, a pesar de la lluvia, la erección de su ex marido, abultada ya en forma de paquete considerable, nerviosa a punto de llanto, se decidió por abrir la puerta y saltar entre el barro dirigiéndose mojada y asustada al tractorista, pocas explicaciones necesitó aquel arriero mecanizado, buen hombre que, tomando una barra de hierro de las utilizadas para separar las cubiertas de las grandes ruedas del tractor, mojado ya hasta la médula al ceder su asiento a la muchacha, arremetió con el coche, un ‘850’ de la ‘Seat’, destrozando a placer los dos faros delanteros y ya de paso el espejo retrovisor, que voló a consecuencia del impacto cual mariposa haciendo quiebros y voladizos. En el fragor y con el ruido de metales y vidrios aplastados, aquella erección se vendría abajo, a buen seguro. 

El buen samaritano paró un automóvil que transitaba despacio, ante el diluvio que anegaba ya la linde, cuyo conductor se avino a trasladar a la muchacha, a quien dejó en la misma puerta de “Grandalla”, negándose a aceptar una buena comida y disfrutando de un reconfortante café con leche, acompañado de unos dulces, elaboración de la propia madre de la muchacha. Un año después, ante la ausencia de hijos en el matrimonio fallido, Soraya disponía de la sentencia que oficializaba su condición de divorciada; la anulación de su matrimonio se demoró diez años ya que en el Tribunal de La Rota se caminaba con pies de plomo, pasito a pasito; pero al fin llegó y fue celebrado como la ocasión merecía.