domingo, 21 de julio de 2019

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández Armesto 85/86

Ayuntamiento de Argés

Los 12 kilómetros que separaban a los dos hostales, antes del desdoblamiento de la Nacional IV, se habían convertido en 23 al tener que llegarse hasta el puente que cruzaba la flamante autovía A4 y que contribuyó a una mayor separación entre miembros del clan, ya que Demetrio era reacio a abandonar su cuartel general, situado en “Zagala”, desde hacía más de 35 años, quizás debiéramos hablar de 37, ya que su llegada se produjo en el año 1950, aunque nunca le gustaba fijar fechas que le acercaran, aún fuera en el recuerdo, a aquella época negra. 

Castilla La Mancha se acercaba a los ‘90’ con mentalidad y costumbres de los ‘70’, veinte años separaban a los castellano-manchegos del resto de regiones españolas, excepción hecha de Extremadura y el interior de Andalucía, algo que no preocupaba a sus gobernantes, más bien por el contrario, mantenían el acial bien ajustado sobre el ciudadano, de forma que no se perdiera alguna coz que les expulsara de las poltronas. Este atraso estaba justificado en un principio, ya que el mundo rural se ha venido caracterizando de siempre por el individualismo; las pocas asociaciones agrícolas existentes, que, resultaba muy curioso, recibían el nombre de hermandades, estaban dirigidas por los terratenientes de cada comarca y, consiguientemente politizadas, en nuestro estadio, finales de los años ‘80’, en manos de un socialismo que no era tal, de igual manera que en el franquismo, ya que el caldo de cultivo era el mismo: penuria económica ya que los agricultores no eran los beneficiarios de su trabajo, el fruto de sus esfuerzos enriquecía a los intermediarios, ya hablamos de aquellos corredores que adquirieron mayores cuotas de presencia en los mercados con los sucesivos gobiernos socialistas, ignorando el cooperativismo real que sentaba sus reales en el resto de España; cada productor agrícola iba a su bola, no digamos ya los bodegueros, cada uno por su lado, todo lo cual les convertía en presas fáciles para los corredores o intermediarios de cualquier jaez. 

Eran amigos y allegados del poder municipal, se vanagloriaban de ello en plazas y bares, al tiempo que esquilmaban a los agricultores; ese poder municipal socialista copaba la mayoría de las Diputaciones, fuente de créditos a los pequeños y medianos agricultores; era el mismo poder instalado en la Junta de Comunidades y, por ende, en las Cortes de Castilla La Mancha, poder de quien dependía el reparto de las cuantiosas ayudas que provenían de Europa a través de la PAC (Política Agrícola Común). Era ahí, en el palacete de Fuensalida, donde se tomaban las decisiones que vincularían al sector primario, agricultura y ganadería, con el falso socialismo del patriarca Bono, sin olvidar que la región era el viñedo de mayor extensión del mundo; y donde comenzaba una cadena diabólica que amarraba al poder financiero al poder político, aquel aplaudía con las orejas las decisiones del poder político rampante, que disponía de armas financieras letales para los bancos privados, se trataba de las muy conocidas ‘Cajas Rurales’, una especie de timo de la estampita, al ser órganos dedicados a la explotación de los agricultores, por su influencia en decisiones sobre precios de mercado, por un lado; y del otro, no menos importante, quienes les concedían los créditos que les eran necesarios para no caer en la ruina, a intereses de mercado, obviamente. La versión cutre de las ‘Las uvas de la ira’

El caldo de cultivo, en el que medraban estos políticos del nacional-socialismo contemporáneo, era ya líquido amniótico, sin el cual la supervivencia quedaba en vilo ya que, sin la debida protección política, los pequeños agricultores no podrían alcanzar la condición de medianos, condición sine qua non para acceder a las ayudas europeas de cierta enjundia. Los alcaldes, socialistas en su inmensa mayoría, eran los reales intermediarios entre la propia Junta, nunca mejor expresado lo de propia, y las Diputaciones, y el agricultor; que dejaba de ser propio al vender su individualismo, y su voto, claro está, a los socialistas, fuera su ideología la que fuese igualando esta época con la anterior, franquista, solo que con más tractores, gracias a la ayuda de la PAC, sin ser conscientes, para nada, de que la PAC ayudaba a los principales países de Europa, ya que el agricultor se veía obligado a aceptar las directrices y normativas europeas, le gustara o no el contenido de las mismas. 

Las sucesivas PAC recortaron y adaptaron nuestra agricultura a los intereses de países como Francia e Italia, de forma que tu campo se reducía y tu tractor aumentaba, de tamaño en ambos casos. El nacionalismo del que hacía gala Felipe González en 1982 había durado cuatro años, tiempo que habíamos tardado en ser admitidos en la (entonces) Comunidad Económica Europea, eso fue en 1986; la agricultura castellano-manchega había comprado su ataúd, sólo le faltaban los clavos, que llegarían catorce años más tarde, con el euro, y el posterior anuncio de que había que destinar las ayudas a otros países adheridos de cualquier manera a la Unión Europea. 

En La Encomienda no se planteó el problema; todo el campo fue vendido a agricultores emprendedores de la comarca y la localidad dejó de pertenecer al sector primario para pasar de golpe al terciario, con el consiguiente vértigo. El secundario, es decir la industria, pasó de largo, consciente la poquísima empresa que se acercó a esta planicie de que no era bienvenida por considerar sus responsables políticos que industrializar ponía en peligro sus cargos, amen de las prebendas inherentes; este slogan de Industria: ¡No, gracias! se pagaría muy caro. 

El argumento recurrente en Europa era la sobreproducción agrícola y ganadera, argumento convincente, pero el reparto de los fondos fue totalmente injusto, si tenemos en cuenta que la consigna del gobierno socialista español era la de no industrializar Castilla La Mancha, Extremadura y el interior de Andalucía. Las ciudades y pueblos de la costa andaluza se beneficiarían del turismo, industria en auge. No solo no hubo industrialización sino que se fueron desmontando, con los años, grandes empresas dedicadas a la minería del carbón y vendiendo las almazaras a los italianos, que colocarían nuestro aceite en los mercados internacionales, especialmente en los EEUU, pegando, simplemente, sus etiquetas de marca en las botellas. 

Otro tanto ocurrió con el vino, comprado a granel por riojanos y franceses, como base para sus propios caldos. Otro tanto podríamos decir de la ganadería ovina autóctona; habría que esperar al nuevo siglo para que los gobernantes, que seguían siendo socialistas, se tomaran en serio industrias básicas como la agropecuaria y procedieran a su modernización, también a la comercialización de nuestros productos en el exterior. 

Nuestra Saga no entra en consideraciones económicas, es obvio que no le corresponde, pero a nadie se le escapa que la economía, sea macro o la de andar por casa, marca y delimita a la sociedad, en este caso a la castellano-manchega, que ha venido en conformarse con industrias reducidas y en muchos casos contaminantes, que eran rechazadas en otras zonas del país, y La Encomienda era un claro ejemplo. 

El paternalismo no era inherente a los negocios de la familia Expósito, estaba extendido por todo el tejido empresarial, si bien es cierto que no en la medida del complejo hostelero Zagala’s que hacía caso omiso de la legislación sociolaboral del sector. Los trabajadores, como antaño, seguían sin cursar alta en la Seguridad Social, desconocían los convenios colectivos, que no les serían aplicados, y los horarios de trabajo alcanzaban como norma las doce horas diarias, a veces catorce, es decir, el tiempo extraordinario era habitual, no percibiendo remuneración por el mismo. 

Muchas empresas, incluidas las fetén, que estaban al corriente en obligaciones de corte social para con sus empleados, pagaban a éstos unos salarios de miseria; a cambio, hacían la vista gorda cuando les veían ojerosos y cansados debido a su trabajo complementario en la atención a sus majuelos (pequeñas viñas) o bien en el cuidado y recogida de la oliva y de pequeños huertos y animales. Este pluriempleo era tolerado por las pocas empresas instaladas en la zona a cambio, como hemos manifestado, de salarios de miseria; el resultado fue que, a pesar de reducir sus gastos corrientes, particularmente en el coste de los recursos humanos, la productividad se resentía, algo que deberían haber previstos estos empresarios de miras muy cortas; y, en definitiva, las empresas terminaban marchando a otras comunidades. 

Aquellos trabajadores que no eran propietarios de majuelos u olivas se ofrecían como fuerza de trabajo durante los fines de semana, o en días vacacionales a otras empresas de la propia comarca, especialmente a ciertas industrias contaminantes, cuyos hornos no paraban en todo el año. El resto de trabajadores por cuenta ajena, que no eran pequeños propietarios de tierra o que no podían acceder al pluriempleo de fin de semana, era pasto de hosteleros sin escrúpulos que los empleaban como mano de obra extra para cubrir la sobrecarga que suponían eventos como bodas, bautizos o comuniones, también grupos de empresa en determinadas fechas.