lunes, 15 de julio de 2019

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández Armesto 75/76

Ayuntamiento de Ajofrín

Arreglada y maquillada para salir de paseo y recorrer los centros turísticos de la capital mallorquina, ella aspiraba terminar la noche en una de las discotecas de las que tanto le había hablado María, pero tuvo que soportar como Eulogio le arrancaba la ropa con ojos de deseo, la montaba a medio desvestir y se vaciaba en su interior. La media barba de aquél hombre y sus lágrimas terminaron por deshacer afeites y peinado; él gemía como un animal en celo y le apretaba con fuerza los pechos; a media noche, después de visitar una de las salas de fiesta, se repitió el ataque, ya que no cabía otra definición para aquellas embestidas, lo único positivo era que el fulano padecía eyaculación precoz y el tormento duraba poco, sin contar el intenso lavado vaginal de la muchacha, muy preocupada por un embarazo no deseado. María le había hablado de Londres, pero no creía que Eulogio consintiera en ello; era tarea suya evitarlo sin enfurecer a aquel advenedizo que se había hecho con el favor de su padre. La semana resultó un suplicio, resolvió hablar con su cuñada en cuanto volvieran a “Zagala”

En el aeropuerto de Madrid estaba el buenazo de Teodoro; hombre instruido por su trabajo de camionero autónomo y anteriormente taxista proclive a la educada charla con el cliente que se prestara a ello, el cual se vino a dar cuenta, al momento de los abrazos, que aquello no había resultado un éxito, a pesar de que el Eulogio hablaba sin parar de las maravillas de la isla de Mallorca y cubría de palmadas en la espalda a su cuñado, que tomó de su cuenta el equipaje que portaba Mercedes, una bolsa liviana, dejando en manos de aquél parlanchín, el maletón del matrimonio. 

En su fuero interno, Teodoro, cambiando ya la gentil sonrisa de bienvenida por su característico rictus de seriedad, pensó que Demetrio, por quien sentía muy grande respeto, había cometido un error al arreglar aquel matrimonio, sin ser consciente, el Teodoro, por su forma de ser, de natural bondadosa, de lo inconmensurable de aquel error, el tiempo le daría, en cualquier caso, la razón, para oprobio de toda la familia. Como primera medida, tanto Teodoro como su bendita esposa Isidra, ensayarían un fair play, bien que rudimentario, con aquél recién acoplado al clan que auguraba malos tiempos para el mismo. 

A los recién casados les esperaba el piso de Mercedes, amueblado y decorado, limpio y con olor a lejía, después de emplearse a fondo las muchachas de "Zagala"; Eulogio no podía ocultar la enorme satisfacción que sentía, se consideraba propietario del piso y de la dueña del mismo, no se le ocurrió pensar, en aquél momento, en cómo restallaría la rojez de la sangre en aquellas paredes blancas recién pintadas, el piso tenía ya unos años, desde aquella compra (tan) ventajosa realizada por Diego para los cuatro hermanos; después del crimen sería abandonado, ya que ni tan siquiera se atrevieron a ponerlo a la venta. Allí se desgració a un hombre en plena juventud y se mató a Demetrio, que moriría unos meses después del luctuoso suceso que allí aconteció. Pasarían pocos meses para que la lejía volviera al piso, pero esta vez a sus paredes, no a los suelos. 

Y arrastraría también al ‘Chincheta’, cuya vida experimentaría un giro copernicano, reducido al ostracismo y utilizado políticamente como peón de brega por los de izquierdas y de derechas del pueblo; una vez que se vio obligado a buscar, fuera de su pueblo, mujer para mal yacer y procrear. En el recuerdo, la Maritornes de don Quijote, descrita por nuestra memoria, a fuer de yerro: ‘Servía en la venta asimesmo una moza, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo bizca y del otro no muy sana. Las espaldas, que algún tanto le cargaban, le hacían mirar siempre al suelo’. El ‘Chincheta’ ya le había diseñado esbozo en su imaginación, del todo perturbada. 

En La Encomienda; los munícipes del falso rojerío sentaban las bases para la instauración de un nuevo régimen político y social que perdurase en el tiempo durante décadas, en perfecta simbiosis con las autoridades autonómicas de la Junta de Comunidades y provinciales de la Diputación; se trataba de una suerte de nacionalsocialismo que bebía de fuentes de la iglesia y de principios ‘joseantonianos’. Comenzaron por garantizar al clero local que sus actividades, rayanas en el integrismo religioso, serían no sólo respetadas, sino subvencionadas en sentido estricto; el opio del pueblo, así se consideraba, vendría a favorecer el tránsito de los socialistas, que no era otro que mantener al pueblo sumido en la ignorancia, hacia su perdurabilidad. 

Tanto es así que igualaron en témporas, cual ciclos litúrgicos, las estaciones del propio franquismo, que se sucedieron en solución de continuidad, ya que, en Andalucía, Extremadura y Castilla La Mancha, llegarían a medirse en decalustros, con un breve interregno en el caso de estas dos últimas regiones citadas. Si con la iglesia montaraz, dizque cateta en la mayoría de pueblos de la región, resultó fácil, otro gallo cantaría con las fuerzas empresariales; ahí exigían mayores garantías que el clero, y hubo que pactar con el sindicato hermano, y ya puestos, lo harían con el primo, el sindicato radical que, al fin y a la postre, resultaba ser más de lo mismo, ya que aspiraban al verticalismo de antaño, donde la jubilación estaba asegurada, siempre que los delegados se acostumbraran a rodear los dogmas, algo que a todos convenía.