Carlos Elordi
Milongas sobre el conflicto catalán se nos han contado unas cuantas en estos últimos días. Una es que los mensajes de Puigdemont significan el fin del procés. Como si un asunto tan serio pudiera acabar con una sola frase. El fracaso, inevitable, de Puigdemont es un alivio muy pequeño para para Rajoy. Porque el problema catalán, que él sería el encargado de resolver, sigue ahí, prácticamente sin cambios. El argumento acusatorio final en todo debate dentro de un partido o entre socios de una coalición es que el rival está haciendo el juego al enemigo común. En sus mensajes robados a Antoni Comín Carles Puigdemont ha caído en ello. “Triunfa el plan Moncloa”, dice. Y La Moncloa no ha tardado un minuto en hacer saber al orbe que esa frase supone el reconocimiento de la derrota del independentismo o, mejor, de la victoria sin paliativos de Rajoy y de los suyos. Ese es el mensaje que desde hace dos días domina en los medios de comunicación. Pero es falso. Rajoy no ha triunfado en nada. Simplemente ha conseguido un poco de tiempo.
Rajoy no ha triunfado en nada, el mensaje es falso
Su poder mediático es el único instrumento eficaz que le queda al presidente del gobierno español. Está en minoría en el parlamento, corre el riesgo de que éste se disuelva si en unos meses no se aprueba el nuevo presupuesto, Ciudadanos amenaza con quitarle la primacía de la derecha, todas las iniciativas, políticas y jurídicas, que desde el 1 de septiembre ha emprendido en el conflicto catalán han terminado en ridículo o en un absurdo sin salida y encima su partido ha sido laminado en el Parlament, en donde los independentistas siguen siendo mayoría.
Presentadores, tertulianos y responsables de informativos: todos con Rajoy
Pero tiene a los medios. (La verdad es que ahora también cuenta con el apoyo casi incondicional del PSOE, aunque aún no está claro para qué le va a valer eso). Su gabinete de acción política y jurídica no deja de meter la pata pero el de comunicación funciona a la perfección. Un ejército de operadores mediáticos, desde presentadores de programas a tertulianos, pasando por los responsables de los informativos, difunde cotidianamente sus mensajes y éstos dominan el espacio de la comunicación. En los grandes medios, los que influyen de verdad en la opinión de la mayoría, las voces discordantes con el discurso oficial son meras anécdotas que nunca van más allá de hacer de Pepito Grillo.
Ese poderoso montaje se ha logrado tras largos años de trabajo y de utilización de los más variados mecanismos de presión. Y se refuerza con la adhesión personal y entusiasta de muchos de sus agentes a la causa del poder. Y hoy por hoy es la gran baza de Rajoy para hacer frente a los muchos problemas que amenazan su futuro. Más que la buena marcha de los datos macroeconómicos, que ciertamente favorecen al gobierno pero tras de los cuales hay zonas demasiado oscuras –el paro todavía altísimo, los bajos salarios, la desigualdad del crecimiento- que un día podrían arruinar el optimismo oficial y en parte ya lo están haciendo. Y más también que la capacidad del gobierno para influir en las altas instancias de poder judicial. Porque el forzamiento de las leyes y los abusos de algunos jueces que se propician desde La Moncloa tienen un límite: el de las contradicciones que esas actuaciones generan y las reacciones críticas que pueden provocar en los sectores aún independientes de la magistratura. El último dictamen del Consejo de Estado es un indicador de ello.
La información ha alcanzado niveles patéticos de calidad
La pantalla de Rajoy ya ha pasado 'a negro', le queda hacer mutis por el foro |
En la prensa y en las teles no hay problemas de ese tipo. Se puede contar una milonga sin que pase nada. Nadie que tenga algo de influencia pública denuncia que como consecuencia de esa sumisión al poder la información haya alcanzado niveles patéticos de calidad. Que no resisten la mínima comparación no solo con los de nuestro entorno sino tampoco con los que había en España hace menos de una década. Y milongas sobre el conflicto catalán se nos han contado unas cuantas en estos últimos días. Una es que los mensajes de Puigdemont significa el fin del procés. Como si un asunto tan serio pudiera acabar con una sola frase, que solo tiene sentido en el contexto de una batalla interna. Como si el supuesto reconocimiento por parte del expresident de que La Moncloa ha ganado eliminara de golpe la victoria del independentismo en las elecciones de septiembre, su mayoría parlamentaria indiscutible. Como si sus dos millones y pico de votantes hubieran cambiado de opinión de un día para otro.
El bombardeo mediático, directo o subliminal, habrá llevado a creer a más de un ciudadano de fuera de Cataluña que eso ha ocurrido. Pero no es verdad. El procés sigue. Y a no ser que sus protagonistas se vuelvan locos esperará una nueva oportunidad. Desechando nuevas tentaciones unilateralistas y gestionando lo mejor que puedan el poder institucional y político del que disponen. La acción represiva de los tribunales, que va a seguir sin miramientos –véase lo que le ha pasado al conseller Forn – va a darle nuevos argumentos. Si a Rajoy, y al PSOE, no se les ocurre otra cosa, lo van a tener crudo.
Otra milonga es la de que el enfrentamiento en el interior del independentismo por el liderazgo del procés mismo va a terminar en ruptura abierta o en nuevas elecciones. Los medios están obsesionados con este asunto. Le sacan punta a cualquier mínimo apunte que pueda ir en esa dirección. El martes por la tarde, cuando unos cientos de manifestantes pro-Puigdemont se saltaron las vallas colocadas a la puerta del Parlament y la policía los tuvo que repeler a palos, pocos, la verdad, se dijo que ese era un hecho dramático que iba a tener enormes consecuencias. Al día siguiente nadie se acordaba de aquello.
Efectivamente hay una guerra interna en el independentismo. Pero desde hace mucho. Como ha ocurrido en las coaliciones de ese tipo que en el mundo han sido. Y esa guerra fue determinante de la salida por la que se optó ante la amenaza del 155, en octubre. Puigdemont quería evitarlo convocando elecciones. Esquerra no. Y se impuso. Equivocándose, como parece que está reconociendo alguna de sus gentes. Y el expresident le ganó las elecciones, renaciendo de sus cenizas. Y se lanzó a por todas, poniendo de los nervios a Rajoy, que temió que no iba a poder aguantar el ridículo que habría supuesto que Puigdemont fuera reelegido y que por eso permitió las barbaridades jurídicas que si no le han costado el puesto es porque el Tribunal Constitucional ha evitado propiciarlo. Al final ha sido Esquerra quien ha puesto fin al sueño de la restitución. Pero sin escarnio. Haciendo todo lo posible para que la coalición no se rompa. Y no se va a romper. El lamento de Puigdemont en su mensaje lo confirma. Sabe que no solo Esquerra está por buscar otra vía. Por hacerse con el poder que le han dado las urnas. Y tirar para adelante.
Faltan unos días para que esas realidades se abran paso entre la tupida niebla que los medios han creado para ocultarlas. Ojalá que entremedias no pase algo terrible que lo impida y veremos qué dicen cuando eso ocurra. Pero desde ahora mismo se puede colegir que La Moncloa no ha triunfado en nada. El fracaso, inevitable, de Puigdemont es un alivio muy pequeño para Rajoy. Porque el problema catalán, que él sería el encargado de resolver, sigue ahí, prácticamente sin cambios. Y apelando, una vez más, a la necesidad de abrir una vía, si no de negociación, sí de diálogo. Por la que Rajoy ha demostrado que no sabe caminar. ¿Y el PSOE?