Carlos Hernández
"La confusión entre información y publicidad contribuye a hundir aún más al periodismo en el pozo del descrédito en el que lleva sumergido desde hace varios lustros".
“Como periodista siempre busco la verdad, ¿es casero el caldo Gallina Blanca? ¡Yo quiero verlo”. Así, con diversas variantes y protagonistas, todos ellos conocidos presentadores de espacios informativos, arranca uno de los muchos anuncios comerciales que salpican la programación de nuestras televisiones. El desenlace, por si alguno de ustedes no lo ha visto, es que el periodista confirma “la verdad”: el caldo es caserísimo, caserísimo. Esta figura del periodista-anuncio no es nueva, pero su figura se ha ido radicalizando cada vez más hasta llegar a un punto que, en mi humilde opinión, requeriría una reflexión urgente por parte de quienes formamos parte de este gremio y de nuestras poco aguerridas asociaciones profesionales.
Recientemente, en un magnífico y valiente artículo que pasó prácticamente desapercibido, el veterano periodista Jorge del Corral denunciaba la deriva que ha tomado el asunto. “Hubo un tiempo no lejano en el que el código ético de los periodistas en España prohibía presentar un programa informativo y hacer anuncios en cualquier soporte —recordaba del Corral— y mucho más penado resultaba combinar spot e información en un mismo lapso temporal y por la misma persona”.
Hoy, sin embargo, vemos cómo los presentadores de espacios informativos nos hablan en sus programas de la corrupción, de otro asesinato machista, para pasar después a vendernos “la conexión de fibra óptica más rápida” o un yogur que “mejora las defensas del organismo”.
Aparte de los anuncios puros y duros, las televisiones incluyen espacios patrocinados dentro de los propios programas informativos. Hasta ahora los más afectados son los periodistas deportivos que pasan en cinco segundos de hablar del último partido de Nadal a intentar vendernos una cuchilla de afeitar o el mejor seguro para nuestro automóvil. En este punto son los directivos de la cadenas los principales culpables ya que obligan, directa o indirectamente, a sus profesionales a realizar estas promociones comerciales. En el caso de los anuncios, no. En uno y otro la profesión periodística, en conjunto, es la principal responsable por dejar hacer y mirar, una vez más, para otro lado mientras nos vamos, literalmente, a la mierda.
Estamos ante un problema que nos afecta como grupo. Es obvio que esta confusión entre información y publicidad contribuye a hundir aún más al periodismo en el pozo del descrédito en el que lleva sumergido desde hace varios lustros. Un informador no es un actor ni un cantante para cobrar por inventarse “verdades”.
Más allá de la pérdida de credibilidad que generan estas prácticas, existe un efecto quizás más peligroso. Todos los límites han caído y, por tanto, parece cuestión de tiempo que veamos a reconocidos periodistas vendiéndonos la hipoteca de un banco o la magnífica tarifa eléctrica que nos ofrece una compañía energética. ¿Cómo podremos creerles cuando, entre anuncio y anuncio, nos hablen en sus informativos sobre noticias económicas que afecten al sector bancario? ¿Cómo dar crédito a cualquier cosa que digan sobre la subida o la bajada del recibo de la luz? A día de hoy, ¿cómo creernos las noticias sobre las bondades o las maldades de la alimentación que nos cuenta alguien que se saca unos miles de euros extra anunciando caldo o pasta?
Lo ocurrido tras la emisión del programa Salvados que Jordi Évole dedicó a la mala praxis del sector cárnico español nos debería servir de lección. Aunque no está claro que fuera George Orwell el que lo dijera, la cita que se le atribuye resulta de lo más acertada en este caso: “Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques. Todo lo demás son relaciones públicas”.
Jordi hizo periodismo del bueno y por esa razón le está cayendo la del pulpo. ¿En qué situación quedaría a día de hoy un presentador de informativos que anunciara productos de El Pozo? ¿Cómo podría enfrentarse con la más mínima credibilidad al tema? Aunque el periodista-anuncio, honestamente, tuviera datos para pensar que El Pozo es inocente… ¿alguien le creería?
Soy consciente de que este asunto no deja de ser una anécdota al lado del gran problema real: el de la utilización de la publicidad comercial e institucional para comprar voluntades y complicidades en los medios. Eso de “te doy publicidad, pero ya sabes lo que tienes que hacer” ha estado y está tan a la orden del día que ha hecho imprescindible que los nuevos medios, como eldiario.es o Infolibre, busquen garantizar su independencia a través de las cuotas de sus socios. De hecho la confusión entre publicidad e información es una constante en determinados periódicos, radios y televisiones desde hace bastante tiempo. Espacios pagados por marcas comerciales o por instituciones se ofrecen a los lectores/oyentes/espectadores como si fueran pura información.
Volviendo al programa Salvados, ha sido sonrojante ver cómo algunos diarios publicaban verdaderos publirreportajes alabando las bondades del sector cárnico español. Encubiertos como noticia, ya que la palabra “publicidad” que aparecía en la cabecera de la página apenas se veía, trataban de contrarrestar el efecto devastador de la investigación de Évole. Se negaron a participar en el programa, a responder a las preguntas, a enfrentar las evidencias… y responden con este tipo de publirreportajes. ¿Hay algo más indigno que aceptar esa publicidad?
No estamos ante un fenómeno nuevo. Durante la República los agentes nazis que conspiraban en España se vanagloriaban de haber logrado que el suplemento dominical Blanco y Negro del diario ABC hablara bien de la Alemania de Hitler gracias a los pingües ingresos publicitarios que le brindaban las empresas germanas.
Hace exactamente un año, por cerrar el círculo, el mismo periódico publicaba un suplemento informativo-publicitario de 12 páginas elogiando la Guinea Ecuatorial del dictador Obiang. Ejemplos como esos podemos encontrarlos a cientos. No se trata de decir no a la publicidad; se trata de no vender nuestra alma por un puñado de petrodólares, una taza de caldo o unas lonchas de embutido de El Pozo.