¿Cuántos, catalanes y no catalanes, se consolarían con que dentro de unos años los tribunales europeos cuestionaran esos procedimientos y hasta anularan el juicio? Que se vulnere el derecho de Oriol Junqueras a recoger su acta de diputado está fuera de cualquier normalidad. El juicio del procés nace de la inanidad y del fracaso de Mariano Rajoy y los suyos a la hora de canalizar dentro de los cauces democráticos la demanda independentista. Si hacemos caso a los muchos expertos que se han pronunciado en este sentido, este juicio nunca habría debido de celebrarse en el Tribunal Supremo, sino en el Superior de Justicia de Cataluña. Según esas mismas fuentes, este organismo no habría decretado, y mantenido durante más de un año, la prisión provisional para la mayoría de los encausados. El tribunal de Schleswig Holstein no vio delito de rebelión. Se han denunciado varias irregularidades en la instrucción del juez Llarena. Para tapar todo eso el magistrado Marchena se ha hecho el encantador durante la vista oral. Pero al final le ha asomado el pelo de la dehesa. ¿Será una sentencia terrible el remate de toda esa infamia?
¿Cuántos, catalanes y no catalanes, se consolarían con que dentro de unos años los tribunales europeos cuestionaran esos procedimientos y hasta anularan el juicio? ¿De qué valdría eso si antes, en el mes de octubre, una sentencia condenatoria sin paliativos hubiera roto cualquier posibilidad de distensión entre el independentismo y la política española?
Una democracia no puede permitir que unos jueces, algunos de ellos de trayectoria cuando menos discutible, dicten la suerte de todo un país en función de su particular interpretación de unas leyes. La voluntad popular vale más que esa capacidad de decisión. Que dejen de mirar para otro lado quienes dicen que lo que está ocurriendo entra dentro de la normalidad institucional, de la separación de poderes. Que se vulnere el derecho de Oriol Junqueras a recoger su acta de diputado está fuera de cualquier normalidad. Javier Pérez Royo ha escrito que es un acto de prevaricación. En términos más llanos es un abuso que ningún demócrata puede tolerar.
¿A quién miran esos jueces cuando toman decisiones tan nefastas? ¿A la mayoría que espera de ellos que hagan justicia y que contribuyan a la convivencia entre españoles y a la estabilidad? ¿O a la minoría fanática que pretende erradicar el independentismo por la vía que sea y que además quiere limpiar con una sentencia cruel e injusta los muchos errores por ella cometidos en la gestión del problema?
Porque el juicio del procés nace de la inanidad y del fracaso de Mariano Rajoy y los suyos a la hora de canalizar dentro de los cauces democráticos la demanda independentista que se manifestó con fuerza a partir de 2012 y que fue creciendo imparable justamente como respuesta a la incapacidad el gobierno del PP para gestionar ese problema, para negociar soluciones que lo paliaran.
Cuando la presión independentista era ya muy fuerte pero aún controlable, Artur Mas quiso negociar con Rajoy un pacto fiscal que recogía algunas de sus demandas. Le cerraron la puerta en las narices. Antes el PP había interpuesto un recurso contra el Estatut de Autonomía, aprobado en referéndum por los catalanes. Y entre una y otra cosa y más adelante, Madrid sólo transmitió a Barcelona mensajes de intolerancia, de dureza y de incomprensión.
Presionado por la ultraderecha de su partido, por Aznar, Rajoy, confirmando su mediocridad política proverbial, fue incapaz de hacer algo distinto de lo que decían los columnistas más obtusos y fanáticos. Y permitió que las cosas llegaran al punto en que lo hicieron a principios de 2017. A que el independentismo, enfervorizado por su éxito popular que nunca creyeron que podía llegar tan alto, decidiera jugar sus cartas extremas. Seguramente con el fin primordial de doblar por la vía de la tremenda la rodilla a Madrid. No tanto con el objetivo de caminar, al menos en 2017, hacia una independencia real de Cataluña.
Rajoy volvió a equivocarse creyendo que los independentistas no iban a llegar a tanto. Y él, su ministro del Interior y sus personas de confianza en la policía, la Guardia Civil y los servicios secretos remataron ese camino de errores con el ridículo de la operación destinada a desmantelar los preparativos del referéndum. Hubo papeletas, hubo urnas, hubo colegios electorales y hubo una participación masiva el 1 de octubre.
Rajoy nunca había quedado en tan mal lugar. Y su delegado policial anti-referéndum, el teniente coronel Pérez de los Cobos, tampoco. La represión de los independistas congregados a la puerta de los colegios electorales pudo nacer de esa frustración, de la rabia que provoca un fracaso tan flagrante. Lo que está claro es que Pérez de los Cobos no olvidó esa afrenta. Porque hizo cuanto pudo para hundir a los procesados cuanto le tocó testificar en el juicio.
Rajoy nunca dio la cara tan expresamente. Pero sin tardar mucho encargó al fiscal general José Manuel Maza, un duro donde los hubiera, que redactara una querella para que los líderes del procés no volvieran a levantar la cabeza. Fue su manera de borrar la ignominia del 1-O. Cuando en España el ambiente político general, azuzado por unos medios desencadenados, no estaba para actitudes comprensivas hacia el independentismo. La jueza Carmen Lamela dictó la prisión provisional para la mayoría de los encausados y el juez Llarena siguió el camino que Maza le había trazado, cosechando los fracasos internacionales que se conocen.
En definitiva, que la sentencia que se va a redactar en los meses que vienen nace de algo parecido a una venganza en la que distintos exponentes del poder judicial han participado sin reparos. ¿Atenderá más Manuel Marchena a preservar su prestigio, reafirmando sus tesis, o se atreverá a salirse de ese rumbo infame, a valorar el asunto con frialdad profesional, teniendo además en cuenta que el ambiente social ha cambiado respecto del conflicto catalán, en España y en Cataluña también? Lo ocurrido este viernes no anima al optimismo.