miércoles, 28 de marzo de 2018

Pasión y muerte de Lluis Companys president de la Generalitat 1/3

Víctor Gay Zaragoza 
“El Defensor” – 2015 

Acceso al penal 'Castillo de Montjuich' donde fue fusilado Lluis Companys y cientos de catalanes.

¡Aquí está el rojo ese de mierda! ¡Le vamos a dar su merecido al catalán separatista! Reconozco que un espasmo de terror me recorrió el cuerpo al ver que un grupo de diez jóvenes, algunos vestidos con el uniforme de la policía española y otros de falangistas, estaban abriendo la puerta de mi celda. Un chico joven lideraba la camarilla. Era de mediana estatura, rubio, forzudo y con rasgos finos, con pinta de ser de buena familia. Aquel rubio me cogió por el cuello y con toda su fuerza me lanzó al pasillo, donde el grupo me rodeó. Yo estaba en calzoncillos, los mismos que llevaba en La Baule y que no había podido lavar. Llevaba un mes sin poderme duchar, afeitar ni cortar el pelo y ahora estaba a merced de aquellos descerebrados. 

- ¡Mirad! ¡Este, el presidente de los separatistas! – gritó uno de ellos mientras yo trataba de no perder la serenidad y mantener la compostura. - ¿Qué queréis de mí? – les grité. – Mirad al enemigo de España. El presidente de la Generalidad. ¿Y ahora que qué queremos? ¡Que reconozcas que estabas equivocado en tus ideales! Que reconozcas que has perdido la guerra. Que reconozcas que no tenías razón. 

En la sala donde me llevaron se hizo un silencio y toda la camarilla esperaba mi respuesta. Yo dudé. Una parte de mí hubiera estado encantada de reconocer que estaba equivocado. Todo hubiera sido más fácil. Cuando estás privado de libertad hay algo que no te pueden quitar. Algo que te hace más fuerte que los que te retienen. Tras estar un mes separado de mi mujer, sin noticias de mi hijo discapacitado, durmiendo con ratas en unos sótanos oscuros, me negué a perder uno de los pocos bienes que aún me quedaban. Mi dignidad. 

- Mis ideales son los mismos que tenía antes de la guerra – les respondí. 

Les ruego presten mucha atención – si son cristianos – al diálogo que sigue 

El líder de la camarilla vaciló un segundo. No tenía más remedio que actuar. Si no, hubiera quedado en ridículo. Me dio un puñetazo, luego otro y a punta de pistola me obligó a poner los brazos en cruz y caminar. 

Podría haber tratado de hablarles de mis ideales cristianos, pero daba igual; ¿para qué dar perlas a los cerdos si no las saben valorar? Sus compañeros me escupían mientras caminaba. También me tiraban trozos de pan como si fuera una bestia del circo. 

Me sometieron a las más tristes humillaciones que el alma humana pueda concebir. Por extraño que parezca, y visto con perspectiva, aquella situación tan denigrante me dio más humanidad. Ser capaz de hacerlo sin hundirme me insufló el ánimo. 

- Presidente separatista, arrepiéntase de sus ideas – me insistía ahora otro chico, el más corpulento del grupo. – Yo permanecía en silencio. 

- Si tú eres el líder de los catalanes, dínoslo – insistió otro. 
- Si os lo digo no os lo vais a creer – les respondí. 
- Pero ¿tú te crees que eres el mártir de los catalanes? – me dijeron. 
- Vosotros lo estáis diciendo, no yo – contesté. 
- ¡Arrepiéntete, rojo separatista! – insistieron. 
- Mis ideales son los mismos y no han cambiado – les respondí. 

En aquel momento, el rubio, que parecía que había perdido la paciencia, sacó su revólver y delante de mí quitó las balas. 

- Vamos a jugar a algo que les encanta a sus amigos, los rojos rusos, señor separatista. – Mientras hablaba, aquel chico colocó una munición en el tambor del revólver y dándole vueltas dejó que el azar decidiera si estaba cargada o no. Todo el grupo lo jaleaba mientras yo empecé a cuestionarme si valía la pena todo aquello - . Señor separatista, por última vez, ¿se arrepiente de sus ideales? – Mientras me preguntaba por enésima vez me apuntó con la pistola en la cabeza. 

- Insisto, no me arrepiento de nada – dije impulsado por el orgullo. 

PS – Había en el castillo un policía que cada día llegaba a mi celda, vaciaba un saco de tierra y me obligaba a recogerlo. Si no estaba todo perfecto, me golpeaba con su porra y quedaba magullado hasta la mañana siguiente. Unos oficiales pusieron fin a la tortura que me infligía aquel salvaje; me querían vivo para el fusilamiento.