Antón Losada
Todo soplaba a favor de una futura mayoría absoluta de derechas, pero ha bastado que se convocara una huelga de mujeres y los pensionistas salieran a la calle para que los azules y los naranjas empezaran a maniobrar dislocados como si acabasen de chocar con un iceberg gigante. La derecha española haría bien en volver a ver la formidable película de James Cameron y releerse la historia del naufragio del Titanic para repasar la lección: la soberbia hundió el barco. Igual que los orgullosos ingenieros de aquel portentoso navío declarado insumergible y los confiados marineros que lo manejaban, la derecha española reacciona tarde y mal al primer contratiempo.
El plan de navegación parecía titánicamente infalible. Mariano Rajoy y su gobierno se disponían a gestionar los tiempos con su acreditada maestría, fiados a la insumergibilidad demoscópica de unas encuestas que únicamente anuncian un resultado posible: un gobierno del Partido Popular, solos o en coalición con un Ciudadanos al alza. Contaban además con que las mejoras de la economía les permitirá presentarse a las municipales de 2019 y las generales de 2020 con la cesta del ministro Montoro repleta de zanahorias para sus votantes, con la ayuda inestimable del desnorte genera de la izquierda y con el comodín de Catalunya para dispersar la atención general y acabar de movilizar a los suyos al grito de “A por ellos”.
Por su parte, subidos a la cresta de la ola, Rivera y los suyos creían haber descubierto la piedra filosofal del electoralismo: distanciarse del gobierno y el PP en todos los temas que tuvieran que ver con derechos y libertades y mantener férreo su apoyo en política económica, desmantelamiento de lo público y recorte del gasto social. Todo soplaba a favor de una futura mayoría absoluta de derechas.
Pero ha bastado que se convocara una huelga de mujeres para el 8-M y los pensionistas salieran a la calle, entre el desconcierto general de todos los partidos y la mayoría de los medios, para que tanto los azules como los naranjas empezaran a maniobrar dislocados como si acabasen de chocar con un iceberg gigante.
El gobierno Rajoy ha pasado de recordarles a los pensionistas lo mucho que le deben a mostrase enfadado y exasperado con ellos. En una semana les ha llamado de todo: privilegiados, antiguos e incluso tontos por dejarse arrastrar a unas manifestaciones organizadas, según el PP, por el populismo radical. Ante la huelga feminista, los populares han sacado todo el repertorio de machismo paternalista que tanto se habían esforzado en reprimir: desde decirles a las mujeres lo que es mejor para ellas a emplear el argumento más manido de la historia de los esquiroles: ellas no protestan, ellas trabajan ese día, como Cristina Cifuentes.
La reacción de Rivera y Cs ha resultado aún más desconcertante. En materia de pensiones, guiados por el pánico a perder un solo voto, se han puesto de perfil esperando a que pasase la tormenta; pero, como no escampaba, Rivera ha llegado a pedir que para atender a los pensionistas lo mejor es votar a favor de los presupuestos que ha pactado con el PP. En el asunto de la protesta de las mujeres, asediado por el pánico a perder otro voto y la pulsión paternalista de su discurso, se ha metido en un estrafalario debate sobre el capitalismo, que ha convertido a las feministas en una amenaza para la libre empresa y a los naranjas en ese sindicato amarillo que solo sirve para hacer el trabajo sucio a los empresarios que aumentan sus beneficios explotando más a las mujeres que a los hombres.
La soberbia es un pecado capital en política que siempre se acaba pagando y no existe cambio más poderoso que aquel empujado por la fuerza de los débiles. Esperemos que la izquierda ya haya aprendido esa lección. Ha tenido tiempo de sobra.