sábado, 11 de agosto de 2018

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (031)

Iglesia de la Inmaculada Concepción en Alcaudete de la Jara

“Zagala” trabajaba ya a pleno rendimiento, diríamos que desbordado de trabajo por la ocupación máxima, que se mantenía día a día, sin hacer distingos en los cambios de temporada. A mediados de los ‘60’ el personal no daba abasto; tres y hasta cuatro turnos de comida y dos y tres turnos de cena, aderezado con varios autobuses cada día que vomitaban entre cuarenta y sesenta pasajeros, ávidos, claro está, de hacer sus necesidades, eso en primer lugar, en unas condiciones de suciedad extremadas, tonificarse con un café con leche y bollería (elaborada para ese tipo de establecimientos), o bien ingerir refrescos, nunca lo suficientemente fríos, como era de necesidad para el viajero acalorado y agobiado; hacer una llamada telefónica familiar desde un teléfono que se tragaba las fichas, más adelante fueron monedas, a una velocidad que era inusual, se trataba de un robo, en este caso telefónico. 

Respecto del tan deseado café con leche, se daba la circunstancia de que en “Zagala” habían conseguido dos cafeteras, se decían express, de contrabando, claro está, y las instrucciones impartidas por los hijos del nuevo magnate, también express, eran que debían cargar a tope las cazoletas o receptáculos metálicos donde se depositaba el café molido, y ante la extrañeza de aquellos camareros, les aclaraban que cada una de las cargas debía utilizarse cuatro veces, antes de proceder a la recarga de la misma; ello provocaba que los viajeros visitaran de nuevo el reservado, esta segunda vez para aguas mayores, al tragarse los posos, así que la siguiente tanda de autobuses se encontraba letrinas en vez de cuartos de baño. 

Llegó un momento en que la situación era insostenible; la solución propuesta por Diego, el hijo mayor, fue salomónica; los viajeros de autobús, muchos de ellos emigrantes en busca de mejor futuro, utilizarían las letrinas; los pocos viajeros nacionales de automóvil eran invitados a utilizar los servicios de los comedores, igual que los turistas extranjeros, ese trato diferenciado tenía un efecto muy positivo ya que aumentaban las ventas de queso, miel y chucherías variadas, por parte del viajero agradecido; incluido un chocolate en tableta que producía efectos laxantes varios kilómetros después de su ingesta, algo extraño ya que de siempre se había dicho que el chocolate era astringente. Esa era la razón de la desaparición o hurto de los rollos de papel higiénico el elefante, los pobres turistas sabían que lo necesitarían unos cien kilómetros más adelante, en pleno campo. El viajero honrado, bien disciplinado, que rehusaba proceder al hurto de los rollos del elefante, se proveía de unos palmos de aquel papel áspero, icono de la España de Franco, que colaboró, junto con la deficiente alimentación general, a la aparición de hemorroides en gran parte de la población. Al viajero despreocupado le quedaban a mano las hojas de mazorca de maíz, y las prisas por recuperar su asiento en el autobús y engullir queso, como le recomendaba el compañero de viaje de al lado. 

España se definía como un país insólito, plagado de contrastes y lugares misteriosos, entre estos últimos podríamos considerar los servicios de la “Zagala”. Otro de los trucos que subían las ventas consistía en asegurar a aquellos pobres desgraciados de los autobuses, por los que la familia no sentía ningún respeto, era transmitirles que si comían queso y aceitunas, vendían muchos botes de cristal llenos de aceitunas inmersas en un líquido maloliente y aceitoso, no se marearían en el viaje, y así sucedía, a cambio sobrevenía el estreñimiento que les amargaba las vacaciones, o los primeros días en Hospitalet de Llobregat o en Baracaldo, donde acudían en busca de mejores y más dignas condiciones de vida. 

España restablecía en los ‘60’ su disciplina financiera, fijaba un sistema de cambio de moneda realista, el comercio exterior se liberalizaba a luces vista; también rebajaba progresivamente su intervencionismo, marca de la casa del régimen franquista; todo ello provocó la llegada de visitantes, que aportaban (bienvenidas) divisas a nuestra balanza de pagos, pero nadie pensó en las condiciones de uso y disfrute de los cuartos de baño de aquellos bares y restaurantes de carretera, situados en las largas rectas de la planicie manchega. Son años de Coca-Cola, los americanos la impusieron, al tiempo que las bases militares; el problema era que los chicos de la “Zagala” no sabían, por entonces, que había que servirla muy fría, ya que templada sabía a orines.