Carlos Elordi
En el continente hay muchos focos de independentismo y autonomismo radical que podrían agrandarse si en Catalunya las cosas se salen de madre.
El viaje de Carles Puigdemont a Dinamarca está en todos los diarios de referencia europeos y de forma destacada en algunos. El ex president y candidato a la presidencia de la Generalitat se ha reunido este martes con dirigentes de cinco de los ocho partidos presentes en el parlamento danés. El Tribunal Supremo español no se ha atrevido a cursar una orden de detención europea contra él por temor a que los jueces daneses la rechazaran tan tajantemente como lo hicieron los belgas hace más de dos meses. Asimismo, su salida de Bélgica le permitirá renovar su permiso de residencia en este país por otros tres meses, a su vuelta, este miércoles. Pero Rafael Hernando, jefe del grupo parlamentario del PP en el Congreso se ha permitido decir que Puigdemont es “un botarate”. Y decenas de tertulianos lo repiten en las teles y las radios.
En los medios españoles también se destaca mucho, y con particular entusiasmo en alguno de ellos, que la coordinadora del debate que el expresident y candidato tuvo en la universidad de Copenhague fue muy dura en sus preguntas finales. Al tiempo se recuerda una vez más que ningún país miembro de la UE, ni tampoco Dinamarca, ha apoyado la reivindicación independentista catalana. Y con esos mimbres se cuenta, en general, lo que está pasando en la crisis más importante que la democracia española ha sufrido en los últimos cuarenta años.
Sí, la profesora Marlene Wind hizo preguntas muy rotundas. Pero, más que poner en dificultades a Puigdemont, que contestó sonriente y con sus argumentos a todas ellas, lo que hizo fue poner seriamente en cuestión la solidez, viabilidad y solidez democrática de su propuesta independentista. Con un rigor y profundidad muy superiores a los mostrados por los pocos periodistas españoles que hasta ahora le han entrevistado.
Los planteamientos de la señora Wind no son muy distintos de los que hacen todos aquellos que rechazan la demanda independentista. En España y en Europa. Pero presentar eso como una victoria del bando constitucionalista no tiene más sentido que el de seguir agitando esa causa entre los convencidos, que son muchos, y el de desconcertar aún más a los que dudan de qué partido tomar. Puigdemont no perdió ninguna pluma en el debate de Copenhagen.
Lo que está en cuestión en Europa, en cuya agenda política prioritaria Catalunya ha vuelto a entrar con fuerza gracias al viaje del president, no es si hay que apoyar o no a los independentistas, sino la manera en que el Gobierno español los está combatiendo. Y también las consecuencias que la ineficacia absoluta de Rajoy y los suyos en esta materia pueden tener sobre la estabilidad política de la Unión. Que bajo ningún concepto quiere ni que avance el proceso de independencia de Catalunya ni que una actuación represiva del gobierno de Madrid saque la situación aún más de quicio de lo que está. Hasta un punto en el que se escape de todo control.
Porque Catalunya es un territorio muy importante en Europa y lo que en él ocurra puede irradiar en buena parte de la orilla meridional del continente. Porque en Europa hay muchos focos de independentismo y autonomismo radical que podrían agrandarse si en Catalunya las cosas se salen de madre. Y porque las constituciones de prácticamente todos los países de la UE, y las bases jurídicas de la Unión misma, rechazan la posibilidad de independencias regionales por iniciativa de parte.
Los independentistas catalanes lo saben perfectamente. Por eso si hasta ahora han reclamado una modificación de la constitución española para que sus demandas tengan encaje en la misma, desde hace un tiempo también piden que la UE modifique sus normas constitucionales con idéntico fin. Nada indica que lo vaya a conseguir. Puigdemont no va a conseguir que gobierno europeo alguno le diga al de Madrid que no ponga obstáculos a la independencia de Catalunya. Todo lo contrario.
Pero sí es posible que alguno, o más de uno, le diga a Rajoy que trate de enfocar el conflicto de manera muy distinta a como lo ha hecho hasta ahora. Desde hace ya muchos meses los editoriales de los periódicos más influyentes de Europa han coincidido en subrayar que es imprescindible que los gobiernos de Madrid y de Barcelona se reúnan, hablen y busquen acuerdos para disminuir la tensión y para emprender una vía de entendimiento que apague los impulsos radicales. Algunos destacados políticos europeos han venido, de vez en cuando, diciendo lo mismo. Y este martes en Dinamarca más de un interlocutor de Puigdemont lo ha repetido. Incluso ante los micrófonos de medios españoles.
Si las cargas policiales del 1 de octubre produjeron un rechazo generalizado en las cancillerías europeas, la actuación de los tribunales españoles contra los dirigentes independentistas provoca incomprensión, si no desolación. Y más desde que los jueces belgas desestimaron la posibilidad de extraditar a Puigdemont porque las leyes de su país rechazaban tajantemente la apoyatura jurídica de las acusaciones del Tribunal Supremo español. Para los jueces belgas lo que hizo el president en octubre no constituye un delito de rebelión. Y así entienden el mismo las leyes danesas:
Según la legislación danesa Puigdemont no puede ser devuelto a España
“La persona que, con ayuda extranjera, con el uso de la fuerza, o con amenazas de tales, comete un acto encaminado a poner al estado danés o a cualquier parte de él bajo un régimen extranjero o al separarse de cualquier parte del estado, será castigado con prisión hasta el resto de su vida”.
El juez Llarena sabía que a la luz de eso una euroorden de detención iba a fracasar. Y ante un hecho tan contundente es difícil aceptar que el motivo de que no se haya cursado la citada euroorden haya sido el de que se quería evitar que, una vez detenido, Puigdemont pudiera obtener el derecho a la delegación de voto en la sesión de su investidura en el Parlament. Parece más bien una falacia destinada a enmascarar un nuevo chasco del Tribunal Supremo en el ámbito europeo.
Un fracaso que no es técnico, sino de fondo. Los demócratas europeos, que sigue habiéndolos, en la justicia y en otros ámbitos, no entienden que un conflicto como el catalán se pretenda resolver en los tribunales y además extralimitándose sin rubor alguno en las calificaciones judiciales. En Europa se sigue creyendo que el diálogo y la negociación siguen siendo las claves de la acción política.
Puigdemont, al que llamaron cobarde, traidor a los suyos y otras lindezas cuando se fugó a Bruselas ha sabido hasta ahora manejar sus cartas en el espacio que esas convicciones le abrían. No lo tiene para nada fácil, es posible que él sea el primero en saber que no va a volver a ser president, al menos en este momento procesal. Pero no está tan solo y desprotegido como se dice en las tertulias madrileñas.