MLFA
La desaparición de las duchas en las playas es una medida absolutamente errónea, tomada ‘a tontas y a locas’, como se decía antiguamente; en los pueblos de la costa andaluza el nivel de encabronamiento de la ciudadanía (término, el de ciudadano, muy devaluado) sube unos cuantos grados al atardecer; es ese momento en que la familia, repletos de arena y salitre los esfínteres y demás pliegues de nuestro cuerpo, se dispone a recoger la impedimenta playera e introducirse en sus vetustos automóviles, sometidos a temperaturas que oscilan entre 50º y 60º. La sal, mezclada con arena, se combina con el sudor, en la piel de niños y mayores; también con restos de orines y vestigios de caquitas, y todo ello convertirá la tapicería del buga de segunda mano (tras el primer renting de otro señor con más posibles) en un foco infeccioso. Faltan todavía la escalera de acceso y la propia vivienda; la arena y resto del pringue, que, posiblemente, contenga coronavirus (aunque no es seguro del todo), se esparcirá por sofás y camas a la espera del turno individual de ducha. Si hubo virus (Dios no lo quiera) ya lo hemos esparcido por todas partes, a pesar de que la buena madre ha lavado las manos de los niños con gel hidroalcohólico del supermercado; que no sirve para nada, dicho sea de paso (1,90 € de placebo). Según el apóstol Simón el botón de la ducha de la playa puede propagar el virus; por contra, el botón de los parquímetros (curiosamente) no lo transmite, ¡cojonudo, tú!
El padre hasta los cojones de la playa y del picor en su piel gritará lo que le venga a la boca