Emilio Calderón – “Los ojos con mucha noche”
Avión "Electra L-188" turbohélice desde el que se arrojaban al mar a los disidentes políticos durante el régimen de Videla, siendo Provincial de los Jesuítas el actual Papa.
Transcripción de MLFA dedicada a Blanca González, directora de instituto en Rosario (1979)
El piloto tuvo que aplicar una fuerza extra a la hora de tirar de los cuernos de mando cuando el avión empezó a elevarse por la pista del aeroparque Ezeiza. El rápido encabritamiento de la aeronave mitigó de manera momentánea los nervios que lo atenazaban. En realidad, el problema no estaba en la calidad del pavimento o en la propia inestabilidad del Electra L-188 a la hora de despegar, sino en la carga: doce cuerpos anestesiados bajo la responsabilidad de dos oficiales, un suboficial, un cabo y un médico. El plan de vuelo tampoco mejoraba la situación. Tenía orden de poner rumbo a la base naval de Punta Indio, adentrarse por el océano Atlántico en plena noche (eran las nueve y media horas cuando el avión despegó) y, una vez alcanzada la altura que establecía el protocolo (entre 900 y 1.100 metros), apagar el motor número 3 y aguardar a que la tripulación abriera la puerta de emergencia y el ‘cargamento’ fuera arrojado al mar.
El avión contaba con un portón de dos por tres en la parte trasera, pero abrirlo comprometía la seguridad del vuelo, por lo que había la pequeña puerta de emergencia del costado de babor (ver fotografía de un Electra en el desguace) para arrojar al mar a los ‘subversivos’ previamente anestesiados. El hecho de tener que volar sin comunicaciones puesto que nada podía quedar registrado, y de tener que apagar un motor en pleno vuelo (el número 3 cuya hélice podría alcanzar al arrojado y provocar una avería importante), le agregaba un riesgo añadido a la misión, sin olvidar la singular carga. De modo que las manos le temblaban en exceso, como nunca antes, pues era la primera vez que llevaba a cabo uno de los llamados <vuelos sin puerta>.
No obstante, como miembro de la Primera escuadrilla Aeronaval de Sostén Logístico Móvil, con base en el sector militar del aeropuerto Ezeiza, sabía que era cuestión de tiempo que le tocara comandar una de aquellas misiones.
Una hora después del despegue, el médico entró en la cabina y le indicó al piloto:
-Si estamos en altura, podemos proceder.
-Lo estamos –manifestó el comandante de la aeronave-. ¿No hay peligre de que se despierten y organicen un quilombo a bordo?
-De que eso no ocurra se encarga el pentotal. Todo está bajo control. No se preocupe –respondió el médico.
Unos segundos más tarde, añadió:
-Permiso para permanecer en cabina.
-Si no quieren que los cuerpos salgan a la superficie después de que el mar se los trague, deberían abrirles la panza antes de arrojarlos, observó el copiloto.
El comandante del avión miró a su compañero como quien observa a alguien que ha experimentado una repentina transformación por una intoxicación alimentaria y de pronto ha adquirido un aspecto monstruoso, irreconocible. Luego volvió a aferrarse a los cuernos del mando, con la mirada perdida en la oscuridad de la noche atlántica.
-Habrá que correr ese riesgo. De todas formas, si los cadáveres acaban llegando a la costa no se les podrá reconocer. Cuando golpeen contra el agua será lo mismo que si se estrellan contra un muro de cemento, indicó el médico.
El comandante centró entonces su atención en el indicador que señalaba que la puerta de emergencia estaba abierta, y en controlar el alabeo de la aeronave con el fin de mantenerla equilibrada. En ese empeño permaneció varios minutos que se le antojaron interminables, hasta que uno de los oficiales dijo golpeando la puerta de la cabina desde el otro lado:
Cayeron todos como hormiguitas. Hemos terminado. Podemos volver al aeroparque
Uno de los lanzadores de ‘hormiguitas’ había sido José Joselevich, milico judío extorsionador de judíos, a quien Sosa, jefe del operativo de los vuelos de la muerte, había ordenado tomar parte en aquel <vuelo sin puertas> en su condición de suboficial mayor. La expiación no solo había quedado en eso, sino que también le había sido encomendada la misión de ser él mismo quien arrojara al mar a Jorge Salz, el último judío extorsionado por Joselevich, a quien había desposeído de todos sus bienes.
Sentado en uno de los pocos asientos con los que contaba el avión en su parte delantera, había estado observando a su víctima durante la última hora por temor a que este despertara –en realidad había sido vacunado con un potente anestésico- y lo reconociera. En cualquier caso, cada uno de sus actos con respecto a los Salz Edelman entrañaba una sevicia superlativa; sin contar el hecho de que a Gabriela le hubiera sido arrebatado su hijo neonato. El propio Sosa le había insinuado que, una vez demostrara ser un digno miembro de las fuerzas armadas <arrojando al mar a unos cuantos hijos de puta subversivos>, sería destinado al departamento que se ocupaba de buscarle acomodo a los hijos de las ‘chupadas’, dado que su carácter timorato (para Sosa el suboficial mayor Joselevich no era parco, sino encogido) imposibilitaba que pudiera dedicarse a menesteres de otra índole, como las finanzas, por ejemplo, por ejemplo, que carecían de una astucia de la que él carecía. Esa posibilidad, pensó Joselevich, le ayudaría a resarcir el daño causado. Al menos se aseguraría de que el hijo de los Salz Edelman acabara en el seno de una familia decente, a ser posible judía. Al fin y al cabo, todo se reducía a un interés espurio. El secuestro y desaparición del matrimonio Salz Edelman era una mera operación mercantil perpetrada por la fuerza. De modo que bastaba con encontrar a un buen postor que aportara una buena suma de dinero para que tanto el Tigre Morosini como Sosa se dieran por satisfechos.
Ahora estaba sentado en el asiento de un avión rodeado por una docena de cuerpos anestesiados, desnudos y maniatados. De entre estos, destacaba el de Jorge Salz, cuya figura presentaba el aspecto de haber padecido una desnutrición severa durante semanas.
Al cabo, recibió del oficial al mando la orden de proceder. Para insuflarse la fuerza física necesaria, ya que su conciencia se mostraba reacia al acto que estaba a punto de consumar, recordó la frase del Tigre Morosini cuando ante cualquier contingencia decía eso de: <Lo ha querido Jesusito>.
En el "Electra" del desguace se aprecia la puerta por la que eran arrojados al mar los disidentes políticos vivos, salvajemente torturados.
El contacto con la piel desnuda y fría de Jorge Salz le produjo un escalofrío, que se intensificó cuando arrastró su cuerpo hasta la puerta de emergencia, que el cabo de turno se había encargado de abrir y de sujetar para que no volviera a cerrarse por el efecto de la presión. Le sorprendió que afuera cayera una fina lluvia oblicua. El primer golpe de aire procedente del exterior lo recibió con alivio, pues venía acompañado de agua pulverizada, lo que le vino bien para esconder las lágrimas que habían comenzado a resbalar por sus mejillas. Acto seguido, un relámpago restalló a poca distancia. El repentino fulgor bastó para evidenciar la enormidad del vacío que se abría a sus pies. El mismo abismo que, en breves instantes, engulliría a Jorge Salz para siempre.
<Lo lamento. Lo lamento. Lo ha querido Jesusito. Lo ha querido Jesusito>, masculló Joselevich para sus adentros al tiempo que empujaba el cuerpo inerte del hombre fuera del avión.
La succión fue como un truco de magia, visto y no visto.
Incluso tuvo la tentación de arrojarse al vacío tras él, pero la cobardía intrínseca de su carácter se lo impidió.
Cegado por una furia incontrolada, comenzó a arrastrar cuerpos y a arrojarlos siguiendo la estela de Jorge Salz. Cuando le tocó el turno al cuarto cuerpo, ya había desarrollado una técnica que le permitía economizar fuerzas y al mismo tiempo resultar efectivo. Consistía en tomar a los presos por la cadena que unía los grilletes de las piernas, arrastrarlos hasta la puerta de emergencia y, una vez allí, impulsarlos al vacío colocando ambas manos bajo las axilas.
Cuando quiso darse cuenta, los doce cuerpos habían desaparecido. Se había obrado de nuevo la magia
Extenuado al fin, Joselevich regresó a su asiento y se ató el cinturón de seguridad. Después de revisar con detenimiento los huesos de sus cuatro extremidades y comprobar que estaban en perfectas condiciones tras el agotador esfuerzo realizado, comprendió que el dolor provenía de lo más profundo de su ser, que se había roto para siempre.
<Lo ha querido Jesusito, sí, él lo ha querido>, se dijo a sí mismo al tiempo que enjugaba el sudor de su frente con la manga de la camisa.
NOTA: Cinco años más tarde el Tigre Morosini fue arrojado al mar desde un avión privado alquilado sin piloto por una organización secreta desde una altura de 1.500 metros… ¡Sin anestesia!