Quienes, a pesar del riesgo, se decidían por practicar abortos lo hacían por sumas astronómicas. Primero la buena mujer, utilizando los buenos oficios de su marido, y a través de clínicas de Madrid de confianza, conseguía direcciones de clínicas abortistas en Londres, era lo habitual en los años ‘70’ y ‘80’; a partir de los años ‘90’ se puso de moda Ámsterdam (Holanda), donde resultaba más barato. La buena mujer tenía que echar mano de los servicios de algún cliente, que fuera de confianza, de fuera del pueblo y que supiera inglés, ya que la información sobre la dirección y teléfono no se entregaba nunca por escrito sino de viva voz. La llamada ya la podía hacer cualquiera de la familia pues al otro lado del hilo telefónico le responderían en perfecto castellano.
El protocolo de actuación se reducía a tres preguntas: Edad de la mujer embarazada; tiempo desde la última menstruación; y acerca de la existencia de enfermedades crónicas, también si tenía pérdidas; todo ello, como hemos dicho, por teléfono en correcto castellano. Concertaba la cita, la mujer se presentaba en la clínica londinense a primera hora de la tarde, acompañada de persona de confianza, que no tenía porqué ser el causante del desaguisado; al atardecer les derivaban, desde la propia clínica, hasta el hotel recomendado por la misma. A la mañana siguiente, normalmente, desayunaban y se dirigían al aeropuerto y de vuelta a “Zagala”, o a su domicilio, según se hubiera convenido el plan, ya que muchos padres no llegaban a enterarse.
A Rita, igual que a tantas madres españolas, le correspondía ocuparse de la obtención del pasaporte de la muchacha, para lo que contaban con la comprensión de algunos policías, que no hacían preguntas, aún a pesar de que eran conocedores de que estaban expidiendo un pasaporte abortista, ella se presentaba en Comisaría arreglada de calle, revestida de dignidad, y con humildad sincera preguntaba por el negociado de pasaportes, de su mano la muchacha que venía obligada a los trámites pertinentes; normalmente acudían con ropa de domingo, en casa decían que tenían una fiesta en el hostal, igual que mentían utilizando excusas que justificaran la noche que pasarían fuera de casa, lo cual era habitual, ya que el hostal disponía de habitaciones para empleados que eran muy utilizadas cuando el trabajo obligaba a reposar unas horas, pocas, y volver a empezar con la faena, caso de bodas o cenas de grupos, que en ambos hostales eran habituales en aquellos años.
En el pueblo las situaciones eran semejantes, como en el resto de Castilla y de España, siendo que en esta región la pobreza y falta de medios era notable y el miedo de las familias pobres a lo prohibido superior al de otras familias residentes en capitales de provincia. Muchas de ellas no habían estrenado todavía la mayoría de edad; en esos casos resultaba todo mucho más complicado ya que precisaban del permiso paterno para obtener el pasaporte y poder viajar al extranjero. Tampoco tenían los medios necesarios ni la preparación debida para ser madres. La angustia de estas mujeres era terrible. En el caso de “Zagala” eran los Expósito quienes se hacían cargo de la factura de la intervención, unas 30.000 pesetas, así como de los gastos del viaje, cantidades importantes al inicio de los ‘80’; en otros casos eran los familiares y amigos quienes se hacían cargo, porque los padres estaban menos preparados aún que sus hijas para aceptar una circunstancia que les desbordaba y al tiempo les avergonzaba, el peligro y el miedo atenazaba las conciencias (Masala). No hacemos referencia a los miles de abortos clandestinos, muchos de ellos con resultado de muerte, por respeto a tanta víctima inocente provocada durante el franquismo y, posteriormente, al desmadre de leyes socialistas, cuyo fin a corto plazo era triturar las normas y legislar de forma pacata, cuando no sin sentido de la proporcionalidad, en una política de amagos que desbordaba las previsiones más locas.
- Rita, las noticias de mi madre son buenas, a pesar de su salud resentida y la demencia senil que pone a don Anselmo en las manos de Dios, también se encuentra con achaques propios de la edad la tía Rosario; Demetrio se refería a la carta que había recibido de Quintanilla, llena de agradecimiento por el recuerdo y los regalos que habían gustado mucho; ocultaba el resto, con referencias a los años canallas de un joven preñado de ambición y sin escrúpulo ninguno; desconocía que su esposa había leído la carta de principio a final, durante una de las siestas mañaneras del patriarca.
- Me complace escuchar noticias que deberías comentar con tus hermanos, a fin de consolar su orfandad. – Lo había pensado, mujer, respondió Demetrio tomando de la mano a su mujer y apretándola levemente, el reuma empezaba a hacer estragos en las manos trabajadas por el agua fría y la lejía y otros muchos álcalis, de su queridísima esposa. – Vámonos adentro, el tiempo amenaza lluvia, respondió ella, con un ligero apretón de su mano cogida.
- Por cierto, añadió él; mi madre anuncia la visita de un vecino suyo, Eulogio, que conoce bien la situación en aquella comarca y de los nuevos políticos que se han instalado en Toledo capital y dirigen la región, inquietos ante las nuevas elecciones municipales y autonómicas del año que viene; esperan una dura pugna entre el PSOE y la AP de Fraga Iribarne, ante el hundimiento de la UCD, que había resultado ser flor de verano. Demetrio esperaba al hombre, para el que tenía preguntas más directas, referidas a las familias del pueblo reinstaladas desde los ‘50’ y sus intenciones, si ello fuera posible. “Zagala” estaba a punto de conocer la semilla del diablo, de nuevo el horror se acercaba a los Expósito, en forma de desgraciado personaje matador. En esas elecciones municipales y autonómicas de 1983 barrió el PSOE del tal Bono.
Los años anteriores al advenimiento de la Transición era norma usual en “Zagala” hurtar de los camiones pescado fresco de calidad, como merluza y rodaballo y otros productos cárnicos, también de calidad; todo había comenzado con pequeños hurtos consentidos por los propios conductores, como melones, sandías y otras frutas, pero aquellos camareros irresponsables, al frente de los cuales estaba el hijo menor, Emilio, le tomaron gusto a meter la mano en las cajas que llevaban agolpadas aquellos vetustos camiones, que transportaban aquel pescado fresco entre barras de hielo, destinado a los grandes mercados de Madrid y Sevilla. Mientras eso sucedía los conductores eran invitados a copas de anís, coñac, o algún postre extra; incluso Mercedes coqueteaba con los rudos hombres del camión, encantados al verla aparecer, sobre todo si se sentaba en el pico de la mesa, no digamos si era ella quien les traía el helado con melocotón en almíbar, invitación de la casa, algo que solía poner frenético al Javier, encelado de ella, hasta del aire que la acariciaba.
Mientras tanto, dos o tres desaprensivos del turno de las cenas se apropiaban de mercaderías de alto precio, fuera pescado fresco, carne y embutido, e incluso licores de alta graduación, que depositaban en el almacén más cercano, todo esto a la vista de las muchachas que reían divertidas, esperando nerviosas los escarceos de los camareros ladrones e inmorales, aunque ellas no los juzgaban como tales y eran conscientes de que alguno de los productos hurtados irían a parar a su propia casa, ya que aquellos hurtos excitaban a los muchachos, más todavía, si ello era posible, porque desde la mañana calzaban rabo largo cual asnos castellanos.
Estos hurtos fueron menguando en función de la renovación del parque automovilístico, sobre todo con la aparición de camiones frigoríficos; mejora de los cierres de la caja del vehículo, y aumento de controles por parte de las empresas, con inventarios de salidas y destinos, nuevos en ese mundo del transporte por carretera; a instancia, mayormente, de las compañías de seguros, que eran las más perjudicadas por todos aquellos robos, que así era de razón como debían definirse. Los propietarios de “Zagala” eran amorales, no tenían clara la distinción entre el bien y el mal, como ya se dijo al calificar a Demetrio como un verdadero sociópata, según los cánones criminógenos actuales, ello por no referirnos a los crímenes de lesa malignidad, que dejamos al criterio de quienes lean la historia de horror que lleva en su interior esta “Saga de la Encomienda” y su grito desesperado de ¡Nunca Más! al igual que las dos Españas, Demetrio y Tomás eran Caín y Abel, sabemos quien era el bueno de los dos, pero no somos capaces de definir cual de las dos Españas era la menos mala.
Solo habían transcurrido dos semanas desde el recibo de la carta de Quiteria cuando hizo acto de presencia el vecino de Quintanilla; de nombre Eulogio era la representación del señorito castellano pero visto a través de un cristal grueso y sucio, snob y ridículo, daba la impresión de haber padecido acondroplasia de pequeño, sus brazos desiguales giraban como aspas de molino cuya tela ha sido rasgada, remilgado y poseído, tenía toda la pinta de que no estaba acostumbrado a trabajar, y quizás representara el papel del necio para tratar de acceder al seno y acogimiento de aquella familia de la que tanto le habían hablado.
Consciente de su deformidad exageraba su gestualidad, procurando pegar al cuerpo el brazo más largo; de profesión caballista, según explicó sin ser preguntado por ello; el recién llegado Eulogio se mostraba encantado de conocer a Demetrio y a su familia, y hacía loas hacia la buena de Quiteria, como si fuera a aparecer por una de aquellas puertas del comedor. Hechas las presentaciones, una de las muchachas le acompañó a la habitación que habían asignado días antes para él, a rastras la vieja maleta que, al parecer de la chica, estaba llena de piedras. Ante la tesitura, cerca ya de la escalinata, se acercó uno de los camareros, el último de los llegados a “Zagala”, chico atento y huérfano de los que venían recomendados por el sacristán de la ermita del Nazareno de La Encomienda y se hizo cargo; el automóvil era un Renault 7 desvencijado que quedó aparcado debajo de una de las tejavanas, en la zona de servicios del hostal.
Demetrio, repuesto de la primera impresión, ya pergeñaba planes de casamiento; cada vez eran más sonoros los rumores que ponían en cuestión la honra de su hija Mercedes, hora era de sujetar a la hermosa mujer en que se había convertido, y quien mejor que un hombre atildado, dentro de su deformidad, acostumbrado a llevar otro tipo de riendas, pero frenos, al fin y al cabo. Quizás hubiera una razón oculta, Demetrio sabía que su madre no le enviaría a un tipo petulante y engreído sin razón de peso, que no sería otra que su conocimiento de familias de Quintanilla que podrían tener agravios enquistados en el tiempo, que no olvidados. Cierto que Quiteria jamás se había entrometido en los asuntos y negocios de su hijo más querido, ella no olvidaba a qué fue sometido su hijo mayor por fuerzas que ninguno de los dos controlaba.
- Tengo la impresión, comentaría con Rita, de que se alarga en el mentir y encarecer, dudo de que veamos sus caballos por aquí y le noto de haragán. – Ella, observadora como era, pidió que se dieran un tiempo, y que hablara por conferencia con la Quiteria, que a buen seguro ella esperaría noticias sobre impresiones de la familia acerca de la presencia del desmadejado Eulogio, que, a fe de primera vista semejaba un molino, bien que desarbolado, como ya se ha dicho, tal que si hubiera perdido el palo de gobierno.
Él prefirió dejar para más adelante los planes de casamiento y decidió que hablaría largo con su madre, que vivía con su hermana Rosario de forma permanente; ¡cuántas veces pensó en reclamar a su madre y tenerla a su lado los últimos años de su vida! Demetrio era consciente del dolor que causaría a su tía Rosario y terminaba desechando la idea, con verdadera tristeza.
A la mañana siguiente Eulogio, después del opíparo desayuno que dio orden Demetrio que le sirvieran, preguntó por un taller mecánico en la barra, donde le habían servido una copa de anís con hielo, y uno de los camareros más cortos y novato en aquellas lides de responder a las preguntas de los clientes, le explicó como dirigirse al cercano taller donde trabajaba el ‘chincheta’; hasta allí se dirigió Eulogio en su renqueante automóvil, fue recibido por el famoso y siniestro bacín, que al saber de quien se trataba, algo había escuchado sobre la prevista visita del amigo de Quintanilla, desplegó toda su amabilidad fingida y falso acogimiento, era un perro, como se decía allí, y olisqueaba hueso que morder.
El ‘chincheta’ utilizaba una táctica de aproximación propia de esta tierra; agobiar al recién llegado con preguntas interesándose por su orígen y familia, lo que se conocía como averiguar, que se hacía de forma sentida, para tratar de impresionar gratamente al forastero, en este caso, y eso saltaba a la vista, se trataba de un parvenu, incapaz de ocultar las verdaderas razones de su visita a “Zagala”, que no eran otras que ser admitido por el clan y trabajar para ellos, utilizando la patente que le otorgaba su amistad con la familia de don Anselmo, con dos de cuyos hijos legítimos hacía de crápula y vividor por aquellos andurriales del Común de la Mancha.
Habló al ‘chincheta’ de sus caballerizas, de la cuadra de caballos de monta de la que gozaba de ser propietario con otro socio, que había quedado al cargo del negocio. Aquél no creyó, dada su naturaleza, de suyo desconfiada, una palabra de la gauchada de los caballos, y menos de las instalaciones que refería poseer en Quintanilla.