En la instrucción ya empezó a verse que no era fácil encajar las conductas de los querellados en el tipo penal de la rebelión. Ni la orden de detención y entrega dictada por la jueza Carmen Lamela ni la dictada por el juez Pablo Llarena tuvo capacidad persuasiva de ningún tipo. El tribunal alemán tomó la decisión como algo que resultaba tan evidente, que caía tan por su propio peso, que prácticamente lo que hizo fue no admitirla a trámite. Estoy completamente convencido de que los magistrados que componen la Sala Segunda del Tribunal Supremo que están juzgando a los exconsellers, a la expresidenta del Parlament y a los presidentes de ANC y Òmnium, tras la experiencia de estas tres primeras semanas de juicio, están arrepentidos de no se haya aprovechado la oportunidad que proporcionó la decisión del Tribunal Superior de Justicia de Schleswig-Holstein, para haber dado una respuesta jurídicamente impecable al problema con el que tenían que enfrentarse.
Independientemente de que, en mi opinión, se debería haber evitado por encima de todo desviar la respuesta a los tribunales, una vez que la Fiscalía General del Estado decidió intervenir, los tribunales no tenían más remedio que acabar haciéndolo. La judicialización del conflicto resultaba ya inevitable.
Ahora bien, el que resultara inevitable, no quiere decir que únicamente pudiera hacerse de una manera, con acusación por un delito como el de rebelión y residenciando el asunto fuera de los tribunales radicados en Catalunya, Audiencia Provincial de Barcelona para la querella inicial y Tribunal Superior de Justicia de Catalunya después de las elecciones autonómicas del 21-D, que eran los "jueces naturales" para resolverlo.
En la instrucción ya empezó a verse que no era fácil encajar las conductas de los querellados en el tipo penal de la rebelión. La Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo cerraron filas, pero en cuanto se tuvo que convencer a los jueces de los distintos países de la Unión Europea o de Suiza, a donde se habían exiliado el expresident Carles Puigdemont y varios exconsejeros, resultó imposible.
Ni la orden de detención y entrega dictada por la jueza Carmen Lamela ni la dictada por el juez Pablo Llarena tuvo capacidad persuasiva de ningún tipo. La primera fue retirada antes de que se pronunciara sobre ella ningún tribunal de algún país europeo, pero sobre la segunda sí se pronunció el Tribunal Superior de Justicia de Schleswig-Holstein en unos términos que doy por supuesto que los lectores conocen.
El tribunal alemán tomó la decisión como algo que resultaba tan evidente, que caía tan por su propio peso, que prácticamente lo que hizo fue no admitirla a trámite. Formalmente le dio una respuesta como tenía que darla, pero materialmente dejó clara en su argumentación que la orden de detención dictada por el juez instructor español no tenía ni pies ni cabeza, que no merecía siquiera que tuviera que ser admitida a trámite en lo que a los delitos de rebelión y sedición se refería. Sobre estos delitos no tuvo la menor duda. Tal vez podía apreciarse un delito de malversación y, por este motivo, acordó conceder la extradición de Carles Puigdemont.
En lugar de actuar de una manera no ajustada a derecho, que es lo que hizo el juez Llarena, al no aceptar la decisión del tribunal alemán y retirar posteriormente la orden de detención y entrega con carácter general, reconociendo implícitamente que ningún tribunal europeo iba actuar de forma diferente a como lo había hecho el tribunal alemán, se debería haber aprovechado la oportunidad para procesar a Carles Puigdemont y a todos los demás consellers.
Obviamente una acusación por malversación hubiera comportado que la causa hubiera sido devuelta al Tribunal Superior de Justicia de Catalunya y a que, previsiblemente, se hubieran levantado todas las medidas cautelares que se habían adoptado. Nos habríamos ahorrado buena parte del inmenso desbarajuste de este último año largo.
Con ello, el Tribunal Supremo habría evitado situarse en la situación imposible en que se encuentra, que, a medida que avanzan las semanas del juicio, resulta más patente. Después del interrogatorio de los procesados por el Ministerio Fiscal y después de los testimonios de Sáenz de Santamaría, Mariano Rajoy, Juan Ignacio Zoido e Íñigo Urkullu, es muy difícil pensar que pueda defenderse que la conducta de los procesados encaja en el tipo penal de la rebelión. Y sin embargo, al Tribunal Supremo le resulta prácticamente imposible justificar a estas alturas del guión una condena solamente por malversación.
Jurídicamente no se entiende muy bien por qué, en lugar de entenderlo como un ataque, no se ha aceptado el burladero que ofreció la decisión del Tribunal de Schleswig-Holstein. Lo hemos intentado, pero un tribunal de la Unión Europea no lo ha hecho posible. Probablemente, ya se podría tener la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, que, en todo caso, habría conducido a la inhabilitación de todos los procesados. Estaría abierto el recurso de casación ante el Tribunal Supremo.
Y no nos encontraríamos, además, políticamente, en el pantano en que nos encontramos