lunes, 11 de marzo de 2019

La Saga de La Encomienda por Martín L Fernández-Armesto (073)

Palacio de Ajuria Enea, residencia oficial del Lehendakari desde 1980

Y consiguen que se les transfiera, a las restantes catorce Comunidades, competencias muy importantes, entre ellas las de Sanidad y Educación, que eran exclusivas del Estado. Llegará un momento, entre 1986 y 1992, que, a excepción de las Prisiones en Catalunya, la Policía en Euskadi y Catalunya, y la Hacienda en Euskadi, todas las Comunidades Autónomas tendrán las mismas competencias o su gestión delegada; ello provoca el malestar de dos de las tres comunidades históricas, Catalunya y Euskadi, que inician un salto cualitativo y empiezan a hablar, ya sin tapujos, de independencia. La delegación pasó a ser de facto una real entrega de competencias a manos de políticos regionales ávidos de poder, dispuestos a legislar, como posesos, acerca del sexo de los ángeles o sobre el crecimiento del tallo de cebada. 

Mercedes y Eulogio se casaron en La Encomienda, en la parroquia de la Ascensión, rodeados de familiares, en la más absoluta intimidad, era primavera ya tardía y la novia semejaba un petache con las velas alborotadas por el drapeo gracias al viento de aquella plaza y a un velo descomunal y mal anclado con un bucle postizo y trasero que no favorecía a la hermosa novia, más bien al contrario; poco acostumbrada a caminar sobre tacones, tenía tendencia a inclinar torso y pecho hacia delante, lo que provocaba un trasteo de nalgas marcadas y acompasadas cual si de una yegua joven se tratara. El sastre capitalino al que hubieron de acudir por aquél descuadre de extremidades de Eulogio realizó un buen trabajo, después de percatarse de que la cadera del novio también estaba desnivelada, curiosamente al lado opuesto del brazo corto. El resultado no resultaba deslumbrante para nadie, de hecho no hacía justicia a la pareja, algo que, realmente, no importaba mucho a una familia que no era dada al lujo y oropel, sino todo lo contrario; por parte del novio asistió a la ceremonia una hermana y su marido, cetrino de rostro, que no parecía andar sobrado de salud, y unos primos hermanos que tampoco anunciaban que la familia disfrutara de rentas o posibles, algo que no preocupaba a Demetrio. 

La iglesia parroquial resultaba desproporcionada respecto del poblachón extendido al descuido entre vías férreas y aquella nueva carretera que parecía un costurón de notables dimensiones, la torre semejaba un minarete, los más cultos justificaban aquella desproporción al estar sobre los restos de una antigua mezquita que no fue terminada, ya que el moro también resultó ser ave de paso, acelerado, dígase bien, al descubrir que se encontraba en tierra de descanso de caballeros cristianos pertenecientes a las Órdenes Militares; la de Santiago, en el caso de La Encomienda, y a la de Calatrava los pueblos del entorno comarcal. 

En aquella enorme nave en forma de cruz latina; rodeada de capillas renacentistas con restos de un gótico del medievo, de ábside elevado; aquella familia de potentados aparecía como un grupo insignificante de personas inquietas que generaban poco colorido, por la escasez de los tonos brillantes y abundancia de grises y marrones, estos últimos a tono con la fachada plateresca de la iglesia, aún siendo de esta Castilla la baja, o quizás por huir de la austeridad que caracterizaba a la comarca. 

El cura párroco, un elemento irredento, había convocado a un seminarista de Ciudad Real, al que consideraba como buen pianista, para que interpretara alguna pieza al órgano, ensayada muy de prisa y corriendo en días anteriores; ocurrió que se hizo un gran lío con los pisotones a los pedales de expresión de tan amplio pedalero, que acompasaban la entrada de aire en los tubos y, a pesar de su buen manejo de la consola, aquello resultó como gemido o lamento, intento frustrado de un esbozo de Marcha Nupcial que, a buen seguro, removió a Mendelssohn en su tumba o quizás un mal augurio o fario, anuncio de la tremenda tragedia que acaecería sobre aquellos dos jóvenes desgraciados, por parte de los dioses; el de los cristianos, señalado en lo alto por aquella torre barroca astifina, y el de los moros, que yacía sepultado bajo aquella mole de la Ascensión. 

El banquete ya fue otra cosa; Isidra, asesorada por Rita, había llamado a capítulo al personal y proveedores (estos últimos cobraban siempre tarde, mal y nunca, y en esta ocasión no lo fue menos), para que la fiesta resultara un éxito, dotando de chalecos, negros como ala de cuervo, a los camareros de ambos establecimientos, convocados desde el amanecer, al igual que las empleadas de limpieza y montaje de mesas y complementos para la ocasión. El cura párroco declinó la invitación; a su oído habían llegado noticias muy preocupantes sobre el liberalismo sexual que imperaba en aquella casona, que él consideraba, muy atinadamente, promiscuidad.