El enterramiento en la Almudena se podría terminar valorando como una victoria de la familia Franco y del franquismo que aún pervive. Faltan demasiados datos para hacer una crítica de la actuación del ejecutivo. Pero está claro que ha hecho mal algo, o bastante, para que las cosas hayan llegado adonde hasta ahora lo han hecho. Tras la cumbre de paz entre israelíes y palestinos de Camp David Bill Clinton contó que la mayor parte de cada una de aquellas reuniones se dedicaba a acordar lo que unos y otros iban a contar a la prensa. No se sabe si Carmen Calvo y el secretario de Estado no abordaron ese cometido al final de su encuentro o si la ministra no respetó lo que convinieron al respecto. Lo cierto es que el comunicado de la Santa Sede desmintiendo que la iglesia católica estuviera de acuerdo con que los restos de Franco no fueran a la catedral de la Almudena deja muy mal al gobierno socialista en esta delicada gestión. Y lo peor es que genera algunas dudas sobre si su decisión de exhumar el cuerpo del dictador puede ser llevada a cabo.
Todas las declaraciones y gestiones realizadas al respecto, e iniciadas pocos días después de la toma de posesión de Pedro Sánchez, están marcadas por una pátina de apresuramiento e incluso de improvisación. Como si el traslado de los restos de Franco fuera una prioridad política que había que completar sin reparar en obstáculos y con la máxima urgencia. Tal vez porque se creía que un éxito en esta materia daría al nuevo gobierno un prestigio similar al que José Luis Rodríguez Zapatero obtuvo con la retirada de las tropas de Irak en la primavera de 2004.
Pero desde el primer momento se comprobó que la cosa no iba a ser tan fácil como entonces. La resistencia del prior del Valle de los Caídos, la inicial oposición tácita de la Conferencia Episcopal y distintas limitaciones legales obligaron a desplegar un esfuerzo seguramente mucho mayor del previsto. Al final, cuando todo parecía trabajosamente allanado, la familia Franco ha salido asegurando que los restos de Franco irán a la catedral de la Almudena. Que podría convertirse en centro de exaltación del franquismo en el corazón de la capital de España, un lugar mucho más accesible y simbólico que un Cuelgamuros perdido en los bosques.
De ocurrir así, y no está dicho que no ocurra, la operación de la exhumación le habría salido al gobierno bastante peor que un tiro por la culata. Aparte de que en los últimos meses se ha hablado más de Franco que en muchos años, el enterramiento en la Almudena se podría terminar valorando como una victoria de la familia Franco y del franquismo que aún pervive sobre el gobierno socialista.
Faltan demasiados datos para hacer una crítica de la actuación del ejecutivo. Pero está claro que ha hecho mal algo, o bastante, para que las cosas hayan llegado adonde hasta ahora lo han hecho. A la espera de esa información, sólo cabe desear que encuentre un recurso de última hora, legal o negociador, para que el asunto concluya mejor de lo que ahora parece.
Y, de paso, también para reflexionar un momento sobre lo que hoy significa Franco y su dictadura en nuestro país. El horror y el recuerdo de un gran sufrimiento para millones de españoles, vivieran o no aquel periodo. El desprecio y el convencimiento de que nada parecido debería repetirse para otros muchos millones. Y la añoranza y la convicción de que aquel periodo fue bueno, incluso ejemplar, para otra porción no precisamente pequeña de nuestra sociedad. Que el tamaño de este último colectivo sea claramente menor al de la suma de los otros dos no arregla nada. Porque son muchos, no pocos de ellos tienen gran poder económico e institucional y guste o no guste hay que contar con su existencia.
Cada país tiene su particularidad negativa característica y la de España es justamente la de que, cuarenta años después de la muerte del dictador, un compacto y extendido grupo de nuestros conciudadanos defiende la memoria de Franco y no está dispuesto a que se la ataque. Cualquiera de nosotros lo comprueba cada día en su experiencia personal. Eso ha limitado y limita extraordinariamente la acción de cualquier gobierno para profundizar nuestra democracia. Se diga lo que se diga, se ha avanzado poco en reducir las dimensiones y la influencia de ese bastión. Que es intergeneracional. Lo cual quiere decir que aunque muchos de sus efectivos tengan recuerdos directos de esa época otros muchos no los tienen, han escuchado el mensaje en sus familias y en su ambiente y lo han asumido como si hubieran vivido aquellos tiempos.
Esa grave limitación de nuestra democracia nace de algo que se repite sin entrar mucho en su contenido: lo de que “Franco murió en la cama”. Que quiere decir que cuando falleció controlaba omnímodamente todos los poderes del Estado y que podía haber ejercido su dictadura sin límites por todo el tiempo que su salud se lo hubiera permitido. Nada que ver con lo que le ocurrió a Hitler, a Mussolini o incluso a Salazar, el destino de cuyos cuerpos se ha citado en estos días.
Aún más. Franco escogió a su heredero. Y, más allá de versiones míticas de lo que pretendía hacer, Juan Carlos sólo empezó a mover las piezas cuando comprobó que sin Franco el régimen no iba a poder hacer frente a la creciente protesta social y a la de los nacionalismos de Cataluña y Euskadi y, seguramente sobre todo, de los poderes internacionales que exigían cambios para que España fuera un país estable. De ahí surgió la dinámica de la transición.
Que seguramente fue bastante más allá de lo que el Rey había previsto y terminó por instaurar un sistema ampliamente democrático. Que, sin embargo, en ningún momento se planteó la tarea de revisar el pasado franquista y de atribuir a nadie responsabilidades por los desmanes de todo tipo que éste había cometido hasta el último día de su existencia.
Esa actitud, basada en firmes principios de prudencia política tuvo dos consecuencias. Una, que las víctimas del franquismo, durante la guerra civil y la dictadura, no vieran reconocido ni el derecho a enterrar dignamente a los suyos hasta hace muy poco. Y, dos, que los fieles de Franco nunca sintieran que les habían derrotado plenamente, lo cual es una manera de sentir que, en el fondo, haber ganado.
La familia Franco, Billy el niño o la Fundación Francisco Franco son ejemplos claros de esos sentimientos. Que ellos y otros muchos, pero no todos los franquistas, convierten en acciones para mantener privilegios. Aprovechándose de que en el entramado de las leyes y del funcionamiento de las instituciones hay resquicios gracias a los cuales pueden defender sus intereses, por indecentes que sean. Y esos resquicios existen porque no se han querido cerrar o porque se han dejado intencionadamente abiertos.
Ahondando por ahí se descubren las limitaciones de nuestra democracia. Que tienen raíces profundas, que parten de su origen mismo. Cualquier iniciativa para modificar parcialmente ese estado de cosas requiere de un esfuerzo que no siempre sale del todo bien, como se ha visto con la suerte que ha corrido la Ley de Memoria Histórica. En todo caso, las operaciones diseñadas para obtener éxitos rápidos en la materia son, en principio, desaconsejables.