MLFA
Autor de 'La Saga'
Baños termales exclusivos para homosexuales. (Foto 'Barcelona.com') |
Enrique había caído en depresión, ésta tenía algo de exógena, pero también convivía con él desde su juventud, como ocurría con muchos de los homosexuales de su edad, obligados a la ocultación de su orientación sexual, lo que les obligaba a vivir una clandestinidad que marcaba sus vidas. Él mismo había vivido como le abrían la cabeza a pedradas a un amigo del instituto, que le imploraba con la mirada, hasta que intervino con los ojos arrasados en lágrimas, y se llevó la última pedrada de aquellos pequeños hideputas; bien cierto era que se limitaban a dar cauce a la educación recibida de padres, enseñantes y catequistas, colectivo este último en el que encontraban refugio algunos pedófilos, que eran una raza aparte. Educar en intolerancia.
Algunos de los citados – cojos - de esta perversión, aunque inactivos sexuales por miedo a ser denunciados por sus víctimas, la emprendían a palos, físicos o psicológicos, con los chavales a los que deseaban y encontraban placer – sádico – en la sanción propinada. Los homosexuales, como Enrique, vivían en un continuo sufrimiento y frustración. La depresión venía agravada por la ruptura con su novio de Madrid, con el que había compartido relación sentimental durante los últimos cinco años; sin dejar de atender su negocio inmobiliario, su vida era un continuo ir y venir en el tren de Jaén, a pesar de lo cual se mostraba feliz ante sus clientes y los amigos y amigas depositarios de sus bienes raíces, que mantenían la propiedad sobre los mismos, a pesar de haberlos vendido, así como percibido el importe correspondiente a su venta.
Entre ellos se encontraban tres elementos que podrían calificarse de ambiguos, de edad media y aficionados a las salidas nocturnas, mozos viejos en la jerga popular, quienes al percatarse de la crisis que sacudía al Enrique, vieron la oportunidad de hacerse con los bienes todavía a nombre de ellos. Uno de ellos se dedicó a festejar a aquel pobre desgraciado, que lloraba de continuo y estaba mal atendido por su médico de cabecera, que achacaba aquellos males a la melancolía propia del maricón rechazado social y, en este caso, sentimentalmente.
Este amigo convocaba a Enrique todas las noches, junto con los otros testaferros, y hacían piña al costado del hombre abatido, los fines de semana se juntaban con amigas, las petroleras les llamaban, al estar todas ellas separadas y recordarles una antigua serie de la televisión; estas mujeres y los ambiguos hacían buenas migas, aunque no llegaban a encontrarse sexualmente, narraban sus aventuras y disfrutaban de los buenos chismes, especialmente si éstos hacían referencia a desgracias sufridas por otros, era lo único que les producía satisfacción, saltaba a la vista. Todo ello en un ambiente pueblerino y cuyo único contacto con el exterior era la pronunciación, incorrecta, de las bebidas alcohólicas de importación, así como el ‘jameson’ o el ‘mifiter’, a que eran invitadas como una especie de deber ritual por parte de los hombres aquellos.
Estos eran los momentos que aprovechaba Pablo para intimar con Enrique o, cuando menos, escuchar sus penas, con gesto distraído eso sí, pero cuidando de su nuevo patrimonio, ya que temía que, de empeorar la depresión, aquel amigo herido, sería recogido por la familia, con la que no mantenía relación alguna desde joven, y ésta se decidiría por intervenir y ajustar a ley el abultado patrimonio de su hermano; algo que ya habían comentado aquellos rufianes, y una de aquellas petroleras, limitándose a asentir con el gesto torcido, y la codicia brillando en retinas de la pájara esta y los amigos de toda la vida del Enrique. Pablo llevaba a Enrique a su humilde vivienda, nunca superaba el umbral, un amigo profesor le había dicho que su amigo, además de maricón, era un ‘diógenes’, sin darle mayor explicación.
Los sábados permanecían fumando y charlando en el coche, Pablo era consciente del deseo de intimar de su amigo, pero evitaba mayores gestos de complicidad, aunque no le hacía ascos a participar en el desahogo, algo que dedujo podría resultarle rentable, al afirmarse la relación bilateral, de la que no tendrían porqué enterarse los otros. Claro que no sabía a ciencia cierta que contacto satisfaría a aquel homosexual derrumbado; y otra cosa, - pensó serio - no podía admitir intercambio de fluidos, que vete a saber – se dijo – como estaría de enfermedades de transmisión sexual, era de todos conocido que estos hombres tendían a la promiscuidad, incluida la prostitución masculina con aquellos jóvenes chaperos, la mayoría de ellos drogadictos.
Decidido a intentar el acercamiento esperó el momento oportuno, que no tardaría mucho en presentarse, ya que el hombre estaba muy hundido, y comenzó por apoyar su mano de forma bastante explícita en el muslo izquierdo de Enrique, que le contaba sus penas, algo habitual en aquellos ratos de despedidas nocturnas. Notó que se sobresaltaba ligeramente, pero seguía en estado de abatimiento, hasta que acercó su mano a la que apoyaba Pablo, que, al girar su cuerpo, pudo comprobar la erección de su compañero, la luz de la farola extendía su haz en diagonal a los asientos delanteros. Más decidido, tomó la iniciativa, en la seguridad de que ello le otorgaría un cierto derecho a mantener su escarceo hasta el límite que él mismo considerase conveniente, sin más efusión y procedió a dar salida a aquel mazacote manipulando en aquella cremallera, difícil de bajar por impedirlo el propio miembro endurecido; lo consiguió con ayuda de Enrique, que se echó hacia atrás, al tiempo que el respaldo del asiento, cuya rueda consiguió mover a duras penas, a pesar de tratarse de un vehículo relativamente nuevo.
No pensó en la explosión final, Enrique, más previsor y, avezado a buen seguro, en aquellas masturbaciones compartidas en automóviles más destartalados, ya tenía el pañuelo en la mano, listo para cubrir el miembro y proteger tapicería y salpicadero – nunca mejor dicho lo de salpicadero – de su eclosión fisiológica. Aquel hombre se estremecía por momentos y Pablo decidió culminar su ayuda con el mayor de los respetos; a pesar de la sordidez del acto, no le desagradó del todo, lo que le llevó a aceptar la proposición de Enrique; éste, convencido de que una aproximación más íntima le sería aceptada por el amigo, acercó su cabeza hacia el regazo de Pablo al tiempo que descorría la cremallera de su bragueta; Pablo, ligeramente asustado, decidió poner freno a su intento, elevando el rostro del compañero por encima del volante del automóvil y guiando su mano a los entresijos del pantalón y faldones de la camisa, soltando el botón superior para liberar el miembro y dejar hacer a un desencajado Enrique, que le friccionó con exquisita suavidad hasta satisfacerle, mientras el ambiguo Pablo asentía con gemidos de complacencia explícita.
Se limpió como pudo, con pañuelos de papel que extrajo de la guantera de la puerta del conductor y encendió un cigarrillo que puso entre los dedos del amigo, que permanecía en silencio, cebó otro para él mismo y celebró aquella suerte de soledad compartida con un leve palmoteo en el antebrazo de Enrique; ya habría tiempo de pensar en lo suyo, afianzada la relación a través del sucio intercambio realizado en medio de aquella calle desierta, incómodo claro, pero de alguna forma satisfecho, nadie le esperaría en casa y aquellos manchones en el pantalón de pinzas desaparecerían con un adecuado lavado casero. Enrique parecía encontrarse de mejor ánimo después de aquel vaciado.
En el Soportal, uno de los pubes de La Encomienda donde se reunía Enrique con sus amigos, cundía la preocupación, hacía tres días que no respondía a las llamadas telefónicas; uno de ellos, policía municipal, y testaferro del inmobiliario, llegó a contactar con el antiguo novio de la capital, quien respondió no tener noticia alguna desde hacía más de medio año. Fue el policía este quien transmitió la preocupación a otros miembros del cuerpo al dar pábulo a algún amigo de Enrique que hablaba abiertamente de suicidio; daba la casualidad de que su esposa era de alguna forma testaferro del homosexual, a quien había visto como muy deprimido. Se inició la operación de búsqueda, más o menos guiada por alguno de ellos. Enrique apareció diez días después en un pozo, a cinco kilómetros de La Encomienda, que abastecía de agua a una finca de su propiedad. El cuerpo presentaba dos fuertes golpes en la cabeza, que el forense achacó a golpes contra la pared del pozo durante la caída. Más de uno se preguntó si se trataba de un suicidio inducido, o de algo mucho más grave y preocupante.