Manuel Puerto Ducet
Todo el día cabreado; no podía navegar en Baleares y lo hacía en el Caribe entre mosquitos y móvil en mano. |
Juan Antonio Bueno y Antonio Zoido eran amigos personales y vecinos en una conocida urbanización madrileña. Eran habituales las barbacoas con familiares y amigos en el jardín de uno y otro, pero cuando el primero fue represaliado, Zoido no solo miró hacia otro lado, sino que decidió romper con una relación personal de varios años. Me unía una estrecha amistad con Juan Antonio, forjada en mil batallas. Al término del Consejo en el que se decidió su destitución, estaba realmente abatido y consideré oportuno retrasar mi vuelta a Barcelona para atenderle y prestarle apoyo moral. En el transcurso del Consejo, había mantenido intacto su orgullo, pero cuando estuvimos a solas, se derrumbó; no podía asimilar lo que había sucedido y lo dejé en su casa muy abatido. Intenté hacerle entender que aquello no era el fin del mundo, pero él no estaba por la labor. Pensé que transcurridos unos días volvería a la realidad, pero no fue así. A partir de aquel momento, todos los esfuerzos para establecer contacto con él resultaron inútiles; no cogía el teléfono y parecía que se lo hubiera tragado la tierra. Por lo visto, la depresión se adueñó de él y, poco tiempo después, me informaron que había puesto fin a sus desdichas.