Primera Parte
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001
Empezaba a romper el día y aumentó esa sensación de frío que Demetrio venía en quejarse ya desde hacía rato, la camioneta subía renqueante por la cuesta del Yugo, con las luces apagadas, pero sin salirse del camino estrecho en cuya linde se encontraría con Justino, el otro matarife, que le llevaba una docena de años, por lo menos; Demetrio era nuevo en esto y cada pocos minutos preguntaba al compañero si era cierto que morían como de repente, sin sufrimiento. Justino hacía rato que no respondía, solo fumaba, cigarrillos liados, uno tras otro, ya se incorporaba cuando la camioneta apareció en la curva con su cargamento de muerte.
¡Justino! ahí viene mucha gente, ¿qué haremos?, mucha gente es mucho dinero, respondió desabrido, no le gustaba el nuevo, y se dirigió al saco de arpillera de donde sacó las pistolas, eran dos ‘Astra’ de 1919, del calibre 7,65, relucientes como nuevas, y es que Justino cuidaba mucho el material, incluso tenía permiso de don Anselmo para guardar las armas en su casa. El conductor de la camioneta frenó a la vera de ellos dos, saltó de la cabina y les pidió ayuda para bajar a aquellos desgraciados, eran seis y ninguno de Quintanilla, eso alivió a Demetrio, que escondía las manos en los bolsillos para que no vieran que le temblaban, a sus 28 años era de estatura media pero recio y con brazos fuertes.
En aquellos rostros se reflejaba el miedo y también la desesperación, los hombres conocían su destino, venían a cara descubierta y con las manos atadas a la espalda con cuerdas sucias, quizás embreadas. Uno de ellos tropezó y dio en tierra raspando la cara en el pedregal de la linde; Justo se adelantó y lo levantó a empujones, una vez erguido le disparó en la cabeza, y Demetrio sufrió un sobresalto por el estampido, pero lo que le hizo reaccionar fue el grito del conductor, le llamaban ‘el Negro’ por su tez cetrina, ¡Justo! te lo tengo dicho: nunca hasta que me vaya, matar es trabajo vuestro, pienso decírselo a don Anselmo, eres un hijo de perra que disfruta con esto, yo lo hago por dinero.
Demetrio temblaba de la cabeza a los pies, le habían enseñado a disparar con una del calibre 22, y el ruido de la Astra retumbaba en sus grandes orejas, más que visibles por su incipiente alopecia. Sin enterarse, ya tenía a Justino empujando a los cinco hacia el interior del arado de cebada, escuchó que le gritaba algo y acudió rápido, Justino le entregó la otra pistola y le recordó: si tiras a la cabeza no sufren, pero hazlo muy de cerca o repetirás el tiro, al mismo tiempo le señalaba a dos de aquellos desgraciados, uno frisaba la cincuentena y llevaba gafas, vestía chaqueta cruzada de grandes solapas, repeinado y con mirada somnolienta, de haber pasado la noche en vela, le pareció maestro de escuela, asustado por los estampidos de Justo, tres, uno por cada víctima; erró el primer disparo arrancando una oreja de aquel pobre hombre, que cayó a tierra, allí Demetrio lo remató.
El otro más joven, de rodillas en tierra, trataba de contener el miedo cuando el balazo de Demetrio, enloquecido, los ojos a ras de llanto y medio sordo, le destrozó el parietal derecho. Al volverse dio de bruces con Justino, éste trató de consolarle diciendo, con gesto risueño, que al ser la primera vez uno llegaba a cagarse, cambió el gesto y con risotada señaló a las víctimas y le confesó: esos se han cagado todos, no te acerques y vámonos.
Era el otoño de 1940; entonces no se cavaban fosas, se lo dejaban a los del cementerio que recogerían a aquellos desgraciados, avisados por viejos pastores, que oían los disparos varios días de cada mes. Más adelante, los propios matarifes eran quienes cavaban las fosas en las lindes o cunetas donde procedían a las ejecuciones, y Demetrio con Justino a su espalda se dirigió a la casa, que compartía con su hermano menor, éste desconocía la nueva actividad de su hermano, emprendedor y siempre a la búsqueda de un duro que les permitiera ahorrar lo suficiente para abandonar aquel pueblo, del que se decía había sido de rancio abolengo, de hecho Quintanilla había pertenecido a la Orden de Santiago y era del Común de la Mancha.
002
En el pueblo se hablaba una jerga parecida al ‘caló’ de la etnia gitana, y sus habitantes salían a vender a pueblos vecinos, incluso alejados.
Los republicanos habían ajustado cuentas con las familias sobresalientes del pueblo, y la represión de los nacionales fue brutal; para ejecutar rojos, o simples revanchas, se utilizaban sicarios como nuestro Demetrio, lo que permitía a los falangistas, de familias ultracatólicas, no mancharse las manos con aquellos asesinatos; trataban de poner en marcha una nueva Inquisición sin juicio sumarísimo, don Anselmo era uno de estos prebostes adinerados, ya afiliado con muy alto cargo, a Falange Española, y Demetrio era el mayor de sus bastardos, por eso Justino no se fiaba de su nuevo acompañante. El anterior, Andresillo, fue reconocido por un maquis, que le disparó en el comedor de su casa delante de la mujer y dos de los hijos.
A media mañana llegó Quiteria, le abrió el pequeño, Tomasillo, que desconocía que aquella mujer, de caderas anchas y pechos exuberantes, de mirada limpia, era su propia madre, aunque el muchacho, que acababa de dejar el orfanato al cumplir los 16 años, sentía la mirada de aquella hembra, de entre treinta y cuarenta años. Quiteria había cumplido ya los cuarenta y cuatro y, a pesar de haber parido tres veces, dos varones y una hembra, no aparentaba la edad.
Preguntó por Demetrio, hurtando la mirada de su muchacho, y mandó a Tomasillo a que le pidiera que se levantara y dándole cuatro perras gordas y un vale del Servicio Nacional del Trigo, le mandó a por pan y limonada. Demetrio apareció en la puerta de la cocina, saludó a su madre y ella le entregó un sobre, diciendo que había 200 pesetas pero que a Justino debía decirle que eran 120, Demetrio no sabía qué decir y la madre le apremió para que lo escondiera; es mucho dinero, hijo, busca un rincón seguro.
Habla con Tomasillo, dile quien soy y hazlo lo mejor posible, cómo lo hizo mi hermana cuando volviste de la Inclusa. - ¡Madre! he matado dos hombres, uno parecía de estudios, decía mientras se postraba de rodillas y buscaba el regazo de su madre, el pecho de Quiteria subía y bajaba acompasado, se decidió por acariciarle el pelo y no decir palabra, nunca hablaba de los asuntos de don Anselmo, con quien estaba amancebada desde muy joven en su propia casa, a salvo los meses de embarazo en casa de su hermana Rosario.
Las criaturas se entregaban a madres de leche en el convento de las Recogidas, luego las monjas las enviaban a Inclusas en Toledo y a Villanueva, en otra provincia, la de Ciudad Real; allí estaba la ‘Gota de leche’, ésta era de pago, y allí don Anselmo hacía buenas entregas de dinero y alimentos de buena calidad.
A Quiteria se le hacía tarde y salió de la casucha de los chicos, dos habitaciones pequeñas y una cocina de patio, bajo un sombrajo metálico, desapareció sin ruido, como había llegado, sin esperar al muchacho, satisfecha y segura de que su Demetrio no se gastaría aquella pequeña fortuna.
No habían pasado tres días cuando apareció Justino al atardecer de un viernes, llamó con fuerza y no hizo caso de la invitación a entrar que le hizo Demetrio, no quería que le vieran con el bastardo del jefe, le apremiaba mal fario, le dio instrucción para las cinco de la mañana, a unos seis kilómetros del pueblo; los llamados paseos se llevaban a cabo amparados en la noche, en lindes y cunetas; unos por desquite del odio y pavor sentidos por los asesinatos de los rojos, otros por ajustes de cuentas, o simples envidias de mujerío.
España había pasado del rojo al negro y al baño de sangre como nunca se había conocido en países vecinos, Quintanilla no era una excepción al horror que se había instalado, bendecido por una parte importante de la Iglesia, que había perdido muchos de sus miembros ordenados, también frailes de órdenes muy conocidas; llegaron a ejecutar a todos los miembros de la Orden de los Gabrielistas, que procedían de Burgos y llevaban una década en el pueblo cuando estalló la orgía anticlerical. Solo se salvó un aspirante a monje de la edad del Tomasillo de la Quiteria, que pudo escapar a Barcelona gracias a don Anselmo.
003
Demetrio permaneció en vela, seguro de que Tomasillo dormía profundamente, bebió un vaso de leche y salió hacia las tres; el dinero, pensó, estaba a buen recaudo, rezó un padrenuestro por el camino y se subió el cuello de la camisa de franela, empezaba a refrescar.
Cuando llegó al lugar se encontró solo, al poco divisó una luz que oscilaba, era Justino en su vieja bicicleta, en la parrilla el saco con las pistolas, no habían vuelto a hacer instrucción, Justino decía que no se podían desperdiciar balas, que lo había dicho don Anselmo. Dejó la bicicleta apoyada en un fresno pequeño y sacó algo de almorzar, a Demetrio le pareció tocino negro, pero el compinche no hizo ademán de invitación.
Eran pasadas las seis, todavía oscuro, cuando escucharon el traqueteo de la vieja camioneta, junto al ‘negro’ venía un falangista conocido del pueblo que se mantuvo aparte, mientras bajaban a aquellos cuatro pobres desgraciados, dos de ellos traían la cara tapada, Demetrio dedujo que serían vecinos del pueblo; no se equivocaba, uno de ellos había sido alcalde, nunca llegó a saberlo, Justino no le abría su confianza.
Esta vez el trabajo fue limpio, cuatro disparos y uno de remate, precisamente al pobre alcalde republicano. El falangista se acercó a los matarifes, Demetrio escondió las manos en los bolsillos del pantalón a toda prisa y sintió necesidad de orinar, lo hizo junto a la bicicleta de Justino, mientras el de falange prevenía a Justino de una saca de dos docenas de hombres de la comarca, cambió el gesto adusto y con un rictus que quería ser complaciente, le dijo que había dinero, mucho dinero, pero que era necesario contar con fosas bien trabajadas para evitar el escarbe de alimañas.
Demetrio estaba bien dispuesto, pero necesitaba una vida social, siquiera poder invitar a salir de paseo a Rita, ésta, un poco más joven que él, se veía alojada en la soltería y no es que fuera torva o contrahecha, de estatura media, rostro inexpresivo, a veces huraño, su cuerpo era muy completo de hechuras, aunque no bien curvado. Cuando se veían, en la plaza, se hablaban poco, siempre de lo mal que se vivía y ocultando Demetrio que era poseedor de una pequeña fortuna, lo cierto es que Rita le serenaba el alma y podía olvidar, aunque brevemente, sus atrocidades que, curiosamente, no le impedían dormir, tampoco ser galante con Rita, incluso soñador, la madre de la muchacha, sabedora de su origen bastardo, no veía con buenos ojos al pretendiente, pero, como aseguró a su Antonio: nuestra Rita va a cumplir los 25 y no veo otra solución para ella que el bastardo de don Anselmo.
Era sábado cuando Demetrio recibió la noticia de la llegada de una docena de desgraciados; las fosas, habían excavado dos, eso sí, muy hondas, para poner obstáculos a las alimañas del campo, no fueran a desmochar las tumbas, como las llamaba Demetrio, y tras ingerir el vaso de leche que, indefectiblemente, vomitaría horas después, marchó al lugar donde había sido citado, iba pensando en comprar una bicicleta, pero contando con el permiso de su madre, andando tardaba más y facilitaba que le viera algún pastor madrugador.
Llegó al sitio al tiempo que la camioneta, Justino, nervioso por su tardanza, la lió a empujones con él, haciendo visible su pistola engrasada; en cuestión de minutos la cordada estaba formada, además de maniatados, iban sujetos por una larga cuerda, a fin de evitar que alguno decidiera despavorido salir huyendo y gritando por aquella cañada. Esta vez Demetrio sentía miedo, eran demasiados hombres, bien amarrados y el Negro se había quedado para ayudar a tapar la gran fosa negra, a unos metros de donde se encontraban, pero él sentía frío y miedo, a pesar del sudor de la caminata, pensó en el dinero y en Tomasillo, no quería sentir a Rita en medio de aquél infierno a punto de estallar en ruido y humo, el olor a sudor agrio empezaba a ser insoportable y las nubes, cada vez más bajas, no presagiaban nada bueno.
Demetrio sufrió un fuerte empujón propinado por Justino que le apremiaba con blasfemias y perdió el equilibrio, empezaba a llover y casi arrodillado recibió la pistola que le ofrecía, tomándola por el caño, la grasa se escurría por los goterones de lluvia y temió que se le escapara de entre los dedos.